Belle

Crítica de Martín Fernández Cruz - La Nación

Ya no vale decir que Mamoru Hosoda es “el nuevo Miyazaki”. Ese gancho que invita a un sector del público, quizá familiarizado con Mi vecino Totoro o El viaje de Chihiro, a acercarse a la obra de ese realizador, puede resultar no solo vago, sino también falso. Porque Hosoda, con 54 años y con seis películas propias (más dos por encargo, basadas en las populares franquicias de Digimon y One Piece), ya está grande para seguir cargando con esa mochila. Y mientras Miyazaki amaga pero (por suerte) no se retira, Hosoda demuestra con Belle un punto de maduración enorme, que lo confirma como un autor dueño de una sensibilidad propia y reconocible.

Belle se destaca rápidamente por sus rasgos más inmediatos, su reformulación de La bella y la bestia, su reflexión sobre las redes sociales, y cierta necesidad por curar heridos a través de alter egos virtuales. Aquí la heroína es Suzu (Kaho Nakamura), una tímida joven que en el mundo digital llamado U, se transforma en una popular cantante apodada Belle. En uno de los conciertos que la artista brinda en esa realidad 2.0, la irrupción del monstruo conocido como Dragon (Takeru Satoh), comienza a obsesionar a la protagonista, que quiere descubrir quién es esa criatura, y qué secreto oculta.

A través de esa fórmula, Hosoda vuelve sobre muchos de los temas habituales dentro de su obra: la aparición de lo extraordinario como parte de lo cotidiano; los mundos digitales que son un refugio ante el dolor; o los personajes capaces de establecer vínculos afectivos en lugares donde las identidades se esconden y la corporeidad se pierde. Desde La chica que saltaba a través del tiempo, el film que en 2006 lo posicionó como una de las nuevas voces de la animación, Hosoda no dejó de reflexionar sobre personajes que encuentran en la fantasía un lugar de pertenencia que su cotidianedidad les niega. Se trata de protagonistas que se relacionan, se definen y maduran a través de habilidades extraordinarias que solo pueden desarrollar en mundos fantásticos (El niño y la bestia), o en realidades digitales (Summer Wars o Belle). De esa manera, Hosoda logra un equilibrio perfecto, una mirada que reúne aspectos clásicos con otros modernos, sin perder de vista el que se revela como el gran condimento de sus películas: una figura central que se siente incompleta frente a algún tipo de pérdida.

En Belle, Suzu carga con el dolor de una muerte que no comprende, la de su mamá cuando elige sacrificarse para salvar a una niña que estaba por ahogarse en el río. “¿Por qué una madre elegiría su vida por sobre la de una extraña, dejando huérfana a su hija?”, es la dolorosa pregunta que atormenta a la protagonista. Y ese interrogante que sirve de disparador, le permite a la heroína emprender un viaje de maduración, capaz de conmover a cualquier espectador, sea amante o no de la animación. Porque a fin de cuentas, lo que demuestra Belle (y Hosoda), es la versatilidad de la animación japonesa, y cómo el animé puede darle color a una cartelera atravesada por franquicias, secuelas y reboots.