Bella addormentata

Crítica de Aníbal Perotti - Cinemarama

Una canción de cuna

A partir del caso real de una mujer que murió en 2009 luego de estar diecisiete años en estado vegetativo, Bellocchio crea una cartografía desenfrenada de historias con las que el modelo auténtico queda fuera de campo. La ficción se apropia del asunto de familia que se convirtió en tema nacional, prolonga su trayectoria hasta cierto punto y luego se pliega sobre sí misma, difractando la psicosis colectiva hacia otras individuales y familiares. Bella addormentata posee una densidad narrativa libre, sinuosa e inquietante, una efervescencia sinfín de ideas que estallan en movimiento como pompas de jabón al contacto con del aire.

La película funciona como un gran ballet de emociones, formas sinfónicas e imaginarios que colisionan, con la yuxtaposición como principio coreográfico. El cineasta articula, con una agilidad sorprendente, posturas morales y ángulos de enfoque antagónicos. Cada situación avanza por golpes de locura conectados, gestos aparentemente absurdos lanzados por personajes (los eternos jóvenes locos del cine de Bellocchio) a quienes los otros observan con estupor. La historia se desliza naturalmente desde la duda existencial a la cuestión política, del delirio místico a la razón republicana. La proliferación narrativa deriva hacia lo fundamental: importa menos la eutanasia sobre seres que son poco más que superficies fantasmales, que el devenir de aquellos semivivos, como la bella durmiente drogadicta, violenta y suicida.

Al igual que en Habemus Papa, los personajes huyen de su propio devenir: algunos no quieren morir y otros no desean vivir más, un senador anhela dejar la política y la actriz que encarna con una transparencia sublime Isabelle Huppert no quiere actuar. Paradójicamente, a medida que la película se agita, gana tranquilidad, y cuando parece dispersarse, encuentra su camino. Bellocchio evita la tentación de fundir todo en un único movimiento. La película evoluciona, con un puntillismo narrativo que nunca luce forzado, hacia una zona de calma íntima e inesperada. Finalmente, las palabras se precisan, las miradas se responden y los gestos se vuelven a configurar. El verdadero descanso parece posible. Es cuestión de abrir una ventana, recibir los ruidos del mundo y dejarse mecer hasta encontrar el sueño.