Belfast

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

El cuento mágico y la ciudad quebrada

Con siete nominaciones al Oscar, Belfast es la mejor película de su director Kenneth Branagh –también responsable de Muerte en el Nilo–, en mucho tiempo.

Por cuestiones fortuitas, la cartelera comercial exhibe dos películas del director (y actor) Kenneth Branagh, y por esas otras cuestiones ya intrínsecas a su filmografía, una es olvidable y la otra llamativamente buena. Desde una revisión general, hay que decir que el cine de Branagh tuvo temprana adhesión, de público y de crítica, al versionar a Shakespeare y de modo loable en Enrique V, a la par de algunos buenos títulos como Los amigos de Peter o Volver a morir; luego siguieron otros más grandilocuentes (Frankenstein, la muy posterior Thor para Marvel); algunos bastante a medio camino de su versión original (como sucede con Sleuth, remake del film magistral de Mankiewicz); y otros más, francamente pésimos, como sus contribuciones a los personajes Jack Ryan (Código sombra) y Artemis Fowl (El mundo subterráneo).

En este sentido, algo similar puede decirse de su Hercule Poirot, presente en Asesinato en el Expreso de Oriente y Muerte en el Nilo (en cartel por estos días). Es tan impostada la puesta en escena, tontamente manierista y de efecto calculado, que vuelve distante la relación con los personajes. ¿Qué empatía puede generar el Poirot de Branagh? Poca o ninguna. Muerte en el Nilo corrobora lo que ya estaba presente en el film previo: repite figuritas al reemplazar el tren por una embarcación, con un contingente de “sospechosos” fraguados en actores y actrices famosos, de caracterizaciones sin convicción (vale, por esto, revisar la versión que de Murder on the Orient Express filmara Sidney Lumet en 1974, también con un elenco estelar: Lauren Bacall, John Gielgud, Vanessa Redgrave, Sean Connery, ¡Richard Widmark!, y un inolvidable Albert Finney como Poirot). La intriga y su resolución apenas suscitan atención curiosa, entre explicaciones atropelladas y un misterio que en verdad se adivina de manera temprana: esto no sería lo grave, sino el modo, la manera, desde la cual se lo explica. En síntesis, la Muerte en el Nilo de Branagh parece que debe leer más a Agatha Christie.

Pero de pronto, Belfast. Con 7 nominaciones a los devaluados premios Oscar (incluyendo Mejor Película), Belfast se presenta como una recreación más o menos veraz sobre la infancia del propio Kenneth Branagh. Nacido en Belfast en 1960, Branagh revisita los hechos e iconografía de aquella década según la fisonomía de esa ciudad. Lo hace desde un blanco y negro capaz de evocar el tiempo pretérito pero también de agregar la mejor pátina de veracidad: el blanco y negro como el más justo de los ejercicios (a)cromáticos, por su capacidad para hacer ver todo de la manera más creíble, sin otra distinción más que la escala a la que obligan los grises. Belfast juega, y de modo admirable, un relato fluido, teñido de violencia callejera, racismo larvado a punto de estallar, y la mirada fabuladora de Buddy (Jude Hill), el niño protagonista.

Por eso, por el niño, Belfast es un cuento mágico, en donde el plano secuencia inicial –marca formal que distingue al cine de Branagh, a veces un recurso meramente ornamental; otras, como sucede aquí, una elección supeditada a la puesta en escena– permite ingresar en el tiempo “real”, al blanco y negro de su toma de imagen sin cortes que oficia como émulo de la recreación histórica: los estallidos sociales suscitados en Belfast, hacia fines de la década de 1960; tan veraces como la niñez del protagonista, alter ego infante del propio director.

Por asumir la mirada de un niño, sujeta a los ejercicios del recuerdo adulto, el guion de Branagh se permite jugar con los hechos en el sentido de un hechicero, los invoca para volver a habitarlos, sin la pretensión de moralizar (algo que se agradece). Desde luego, los enfrentamientos religiosos e intolerantes entre protestantes y católicos están a la orden del día, y el film los condena en su retrato y relato, a partir de la comprensión de un niño que ingresa (como lo hace el espectador a través del plano secuencia inicial respecto del film) a un mundo adulto donde tales divisiones asoman peligrosas y estúpidas, mientras dictaminan pertenencias, exclusiones, vidas, muertes, y nacionalidades. En el medio, una comunidad barrial se debate entre las simpatías internas y las presiones suscitadas, que la obligan a batallar a veces contra sus propias creencias.

La virtud de Belfast está en su aparente sencillez, en lo afectuosa que resulta, y es por eso que su preciosismo no molesta, a diferencia del que destaca, por ejemplo y de modo insoportable, en otros títulos de Branagh como La Cenicienta. Aquí, al menos, se respira una propuesta sincera, que hace disfrutable el proceder técnico con el que se relata lo que sucede. Más aún, Branagh se permite chistes internos, como la lectura que de un cómic del Thor de Jack Kirby hace el pequeño Buddy. Una humorada que permite dar cuenta de la dualidad aludida al comienzo de esta nota: la de un cine mainstream que Branagh visita las más de las veces desde un ornamento casi vacuo; y la de un cine más personal, que al menos permite indagar desde una sensibilidad que no resulta necesariamente fingida.

Es en estos términos como puede leerse el retrato de cariño y caricatura sobre sus abuelos –hay que recordar que es la mirada del niño la que guía al film–, interpretados dulcemente por los enormes Judi Dench y Ciarán Hinds: los mejores momentos son suyos, de un vínculo tallado en réplicas precisas, con el pequeño Buddy como el vértice de encuentro de un triángulo precioso. A su vez, en Belfast sobresale la sala de cine como el lugar donde habitan las historias que llevarán al niño a soñar más allá de su entorno, con un mundo en donde puede comulgar toda la comunidad y sin diferencias, gracias a una misma y compartida mirada de asombro.

A su manera, Belfast no deja de ser un retrato amargo, el de la infancia concluida, que ahora existe como una tierra lejana a la cual el cine, en este asombro todavía vigente, se permite visitar. Al hacerlo, se recuperan las alegrías pero también las tristezas: las del protagonista (y director), y las de una ciudad quebrada. La despedida, en donde brilla Judi Dench, la abuela que impulsa la decisión final, es la imagen que debe ser: la del primer plano del ser querido, que cierra la historia para que luego puedan, necesariamente, comenzar otras.