Belfast

Crítica de Juan Pablo Cinelli - Página 12

Autobiografía de tiempos violentos

La película es candidata a siete premios Oscar de la Academia de Hollywood, entre ellos a la mejor película, director y guion.

Las películas en las que los directores reescriben desde la ficción sus memorias de niñez o adolescencia son un clásico en sí mismas. Nombres pesados del cine han cedido a esa tentación cuasi biográfica. Tanto Los 400 golpes, Amarcord o Cinema Paradiso, como las más recientes Roma (Alfonso Cuarón), Fue la mano de Dios (Paolo Sorrentino) y la todavía en cartel Licorice Pizza (Paul Thomas Anderson), conforman un verdadero catálogo de evocaciones. Quien ahora se suma a ese grupo es Kenneth Branagh. Es que al llegar a su largometraje número 20, el cineasta norirlandés quizás sintió que no podía ser menos que sus notorios precursores y también echó mano a sus recuerdos infantiles para escribir y dirigir Belfast, su trabajo previo a Muerte en el Nilo, adaptación de la novela de Agatha Christie que aún puede verse en salas locales.

Como en algunos de los casos anteriores, Branagh utiliza el recurso de filtrar el relato a través de la mirada del protagonista, Buddy, un niño de nueve años, para mirar con asombro una realidad a la que es difícil hacerle frente. No solo por la asimetría de un chico tratando de entender las reglas del mundo, sino por la complejidad de un momento histórico determinado. Acá se trata de los estallidos de violencia que tuvieron lugar en la capital de Irlanda del Norte a fines de la década de 1960, que llevaron al límite un conflicto de raíz religiosa que recién se resolvería tres décadas más tarde.

Branagh utiliza los títulos iniciales para trazar un retrato colorido de la Belfast actual, presentándola como una ciudad moderna y próspera. La secuencia, de casi dos minutos y que bien podría ser un corto de promoción turística, pone en evidencia un preciosismo calculado que definirá a la película en lo estético. Ese recorrido finaliza frente a una pared con un mural, sobre la cual la cámara se asomará para encontrarse del otro lado con el pasado. A partir de ahí el registro vira al blanco y negro y la decisión permite sospechar algo que Belfast confirmará enseguida: la necesidad manierista del director de mostrarse exquisito en la composición de cada plano y virtuoso a la hora de mover la cámara en torno a la acción.

Lejos de conseguir que la narración fluya de manera natural, estos recursos a veces se convierten en distracciones, fuegos de artificio que buscan con desesperación llamar la atención sobre la forma. Belfast -candidata a siete premios Oscar, entre ellos a la mejor película, director y guion- se vuelve así una película de escaso peso dramático: ligera en sus momentos más densos; empalagosa e incluso banal cuando se propone ser más íntima o emotiva. De ese modo, la tensión de vivir en aquella ciudad sitiada por la violencia, que abruma a los personajes, nunca trasciende la pantalla. Por el contrario, queda encapsulada y reducida dentro de esos cuadros que Branagh construye con precisión metódica, pero que no siempre cumplen con el fin de potenciar el drama y no pocas veces se perciben como arbitrarios y efectistas, meros reflejos de la vanidad.