Belfast

Crítica de Ignacio Rapari - Cinergia

La alteración de un recuerdo a través de las formas más simples del lenguaje

Belfast, la última película del actor y director norirlandés Kenneth Branagh, fuerte candidata de la actual temporada de premios, contaba con numerosas comparaciones en relación a Roma, la última película de Alfonso Cuarón, y si bien hay algunas similitudes referenciales, Belfast es un relato mucho más convencional y con distintas intenciones.

Una simpática escena de Belfast reúne a Buddy (encantador debut de Jude Hill), el supuesto alter-ego de nueve años de Kenneth Branagh, realizando unas tareas de matemática en la casa de sus abuelos (Judi Dench y Ciarán Hinds). Trabajando en una división, Buddy se encuentra ante una duda que le impide llegar al resultado.

Mientras intenta ayudarlo, su veterano abuelo tampoco encuentra la respuesta del ejercicio, aunque sus años de experiencia le permiten encontrar otro tipo de solución: escribir los números de manera borrosa para confundir a la maestra y que así, Buddy se vea beneficiado por la duda. El niño, ingenuo, pero no por ello poco intuitivo, advierte que eso es trampa y que, además, seguramente solo haya una respuesta correcta. La respuesta del abuelo es contundente: “Si así fuera, la gente no estaría matándose por toda la ciudad”.

La respuesta en cuestión refiere al conflicto norirlandés que tuvo lugar en Irlanda del Norte, iniciado en 1968 -la película transcurre en 1969- y que enfrentó a facciones unionistas protestantes contra minorías católicas. Branagh, quien en aquel entonces tenía 9 años al igual que Buddy en la película, retrata lo que probablemente haya sido uno de los momentos más significativos de su infancia, no solo por las consecuencias del violento conflicto social que convulsionó Belfast (su ciudad natal), sino también por otras situaciones que son enmarcadas dentro de los parámetros del coming-of-age.

Si bien Buddy es de familia protestante, ni su madre (Caitríona Balfe) ni su padre (Jamie Dornan) tienen interés en el conflicto, aunque sufren sus consecuencias. Tanto el pequeño Buddy como su hermano mayor están expuestos al inevitable peligro que convierte a las atractivas calles de Belfast en campos de batalla y como si fuera poco, el padre debe trasladarse permanentemente a Inglaterra por motivos de trabajo -mientras también lidia con las amenazas de un unionista local- y la familia afronta una penosa economía que pone en jaque el futuro de su hogar.

Pero el niño protagonista no solo comenzará a inquietarse por los problemas de los adultos sino también por los que comienzan a serle propios, como un primer amor y alguna que otra duda existencial, resultado de una tremendista misa de un reverendo local.

Mucho se ha hablado de las similitudes de la nueva obra de Kenneth Branagh con la aclamada Roma, de Cuarón. Sin dudas hay algo de autobiográfico en relación a sus directores y la utilización del blanco y negro invita a pensar que ambas películas podrían formar parte de un doble programa. No obstante, el margen de comparación es meramente anecdótico.

Es importante señalar esto porque amén de que pueda -injustamente- acusarse a Belfast de un ser un tanto torpe si se la somete a una comparación formal con Roma, las intenciones son otras. A la nueva película de Branagh le basta con desarrollar un drama familiar convencional, que cuenta con el agregado de incluir algunas decisiones estilísticas puntuales que ayudan a alterar a conveniencia de la cámara intensas vivencias del director. Sí, a veces con ideas más cercanas a lo puramente cinematográfico y otras, con tramos que podrían recordar a un videoclip musical. Pero también es dable destacar que esas torpezas que señalan a Belfast como una versión irrelevante del film de Cuarón también funcionan. Quizás no sea algo revelador que el color aparezca brevemente a través de las pantallas del cine o los escenarios teatrales que Buddy frecuenta entusiasmado con su familia. Mucho menos que la resolución de un conflicto se permita alivianar la tensión previa con Dornan y Balfe bailando encantadoramente al ritmo de “Everlasting Love”, mientras Buddy, primer plano mediante, contempla la secuencia con suma felicidad. Pero, ¿Quién no se ha permitido alguna vez agregarle a lo real un poco de película?

En definitiva, Belfast es eso: la alteración de un recuerdo a través de las formas más simples del lenguaje. Dicho de otra manera, darle vida a esas vivencias a través de las posibilidades que ofrece el cine. Lo alentador es que Branagh logra esquivar los márgenes más tediosos de la autorreferencia (por ese motivo también hay poco de Roma) y darle una mirada pasatista pero sumamente sentida a las experiencias de su entrañable álter ego de nueve años.