Bárbaro

Crítica de Diego Brodersen - Página 12

"Bárbaro": Vueltas de tuerca al terror.

Aun apelando a varios lugares comunes del género, el realizador se las arregla para entregar dos tercios de película donde el cambio de herramientas funciona.

No tanto original como ingeniosa, Bárbaro es la nueva niña mimada del horror cinematográfico en idioma inglés, categoría cuyo receptor suele ser reemplazado cada dos o tres meses (la cosecha de miedos, para bien y para mal, nunca se acaba). Escrita y dirigida por el actor de profesión Zach Cregger, quien ya había despuntado el vicio de la dirección en dos proyectos codirigidos con anterioridad, se lanza al desarme y rearmado de varias estructuras del terror de la gran pantalla, desde la mansión con secretos ocultos al slasher ochentoso. Y lo hace, al menos durante los primeros dos tercios del relato –de los relatos sería más correcto–, con bastante gracia y una atención al crescendo poco común en las producciones del género más genéricas, valga la redundancia. Todo comienza cuando Tess (la inglesa Georgina Campbell) llega a Detroit e intenta entrar en la casa que alquiló a través de una aplicación. Sorpresa: la clave de la cajita de seguridad es la correcta, pero adentro no hay ninguna llave.

Es entonces cuando hace su aparición Keith (Bill Skarsgård, el Pennywise de la última adaptación de It), quien reservó el mismo lugar en otra app y ya está instalado en el lugar. ¿Debo quedarme o debo irme?, piensa Tess. Teniendo en cuenta la hora, la lluvia y la falta de habitaciones libres en los hoteles de la zona, la joven decide quedarse a pasar la noche con el impensado compañero de cuarto. Cregger se toma su tiempo para poner en tensión los mecanismos del suspenso durante ese primer tramo de Bárbaro, tirando pistas acerca de lo que podría estar a punto de ocurrir para desechar luego esas posibilidades. Uno de los momentos más genuinamente escalofriantes de la película poco y nada tiene que ver con el espanto que está a punto de desatarse (o sí, pero de manera indirecta): Tess sale a la luz del día para concurrir a una cita laboral y cae en la cuenta de que el barrio en el cual está instalada la casa es básicamente un suburbio fantasma, con las otrora blancas vallas convertidas en sobrevivientes ruinosos de tiempos mejores. De noche, todos los gatos son pardos.

El peligro real es el sótano, cuya laberíntica extensión debajo de la superficie parece no terminar jamás, como lo demuestra uno de los momentos más humorísticos del relato, coprotagonizado por una de esas cintas métricas retráctiles. Bárbaro abandona por un tiempo a la extraña pareja de Tess y Keith para (re)comenzar en otra ciudad y con otro personaje, un actor acusado de abusos sexuales, afluente que inevitablemente desembocará en el río principal, ahí abajo en las catacumbas. Habrá incluso otro desvío, lejos en el pasado, explicación de los hechos del presente que incluye algún que otro guiño a los clanes malditos, en este caso sin motosierras a la vista, pero con una obsesión mamaria de fuste. Finalmente, el clímax, que es cuando el realizador deja de lado las sutilezas y se entrega por completo a los lugares comunes, como si el ingenio y la imaginación se hubieran agotado. Pero el viaje, con paradas intensas y en más de una ocasión inesperadas, vale la pena.