Balada triste de trompeta

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

Con faldas y a lo loco.

Hay un rumor subterráneo en las películas de Álex de la Iglesia, una musiquita ominosa que parece operar como señal de la evidencia del dolor insondable del mundo. Si en Balada triste de trompeta el Payaso Triste es capaz de ver, en un rapto de éxtasis melancólico, a la mujer de su vida encarnada en esa chica que revolotea en las alturas, intocable como un sueño, conocida en el circo como La chica de las telas, enseguida recibe una seca advertencia acerca de la imposibilidad de la unión: los personajes están condenados a un sordo peregrinaje a través de ese violento absurdo que martillea a cada paso la existencia y se vuelven criaturas solas, girando torpemente en el desatino de su propio deterioro. Como sucedía en Muertos de risa, el franquismo balbucea bruscamente un lenguaje que termina moldeando a los protagonistas y estableciendo el follaje auroleado de tragedia que los envuelve casi sin que alcancen a darse cuenta. Cuando el Payaso, perdido su nombre y su amor, pasa a convertirse en una bestia que solo acierta a errar por los recovecos de su desconcierto y de pronto, acaso súbitamente iluminado, muerde la mano del Generalísimo, de la Iglesia consigue un momento cuya violenta comicidad no desdeña la sutileza con la que en la película se funden el fondo y las figuras. Allí, el amour fou que atormenta a la bestia parece ser también el producto de un cincelado insaciable mediante el que la historia con mayúsculas se apodera de los individuos y que el cineasta encierra entre paréntesis, señalándolo con piadosa ironía. Viendo la película se impone por momentos la sensación de que el director español estaría dispuesto a matar a cambio de que sus guiones los escribiera Rafael Azcona. Como eso ya no es posible, se dedica él mismo al asunto, armado con la falta de pudor de los conversos y la convicción feroz de los desamparados: el hombre hace rato que intenta perfilar estas tramas de seres arrebatados, obsesionados, hundidos en el maelstrom de sus humores y de sus carencias, criaturas que solo se oyen a sí mismas o a los demonios personales que los habitan. El estilo fiero y brutal del que hace gala de la Iglesia, compensado ocasionalmente con desmañadas bocanadas de compasión, es el de alguien que se acerca a los géneros cinematográficos para dinamitarlos y rearmar los pedazos, esos fragmentos sueltos que pasan a constituir más o menos eficazmente la simulación de un universo perdido que ordene un poco todo ese ruido y encauce, aunque sea con desapego y distancia, los vaivenes caprichosos de lo que nos rodea.