Badur Hogar

Crítica de Pedro Insúa - Cinemarama

Si antes era un viejo Chevy usado, ahora es una tienda de negocios abandonada: no ha cambiado mucho el universo de Rodrigo Moscoso, donde sus personajes siguen sin poder hacerse cargo de ese pasado destartalado que tanto les pesa. Moscoso vuelve al Bafici casi veinte años después de Modelo ‘73, y lo hace con una película que recupera muchos de los elementos allí presentados, ampliando una ruta ya delineada, a la vez que probando nuevos caminos. Allá por el 2003 había logrado despegarse de sus congéneres al infiltrar el comentario sociopolítico propio del nuevo cine argentino surgido por esos años, dentro de una comedia asordinada a lo Rejtman, tanto en el sentido deadpan del gag como en lo enrarecido de la puesta en escena. Allí estaban esos tres adolescentes, que durante el verano que duraba el film, compraban un viejo auto que resultaba no funcionar, síntoma bastante evidente del país que les era dejado; si ellos respondían a la pregunta “¿qué andás haciendo?” con un desinteresado “nada”, en Badur Hogar la respuesta es otra: “Y, acá, con mucho laburo, yendo y viniendo”. A diferencia de Modelo ‘73, donde sus personajes se encontraban atisbando la adultez (y, con ella, cierta confirmación de una amargura por venir, como una Dazed and Confused de los 2000), en Badur Hogar, Juan (Javier Flores) se comporta de la misma manera, solo que con dos décadas más encima, lo que lo convierte en un “quedado” para su familia y amigos: estancado en su trabajo (hace changas limpiando las piletas de sus vecinos), su salud (una operación inminente en la cabeza que prefiere ignorar), inclusive su relación (tiene encuentros sexuales esporádicos con su prima): Juan no sabe bien quién quiere ser y no ayuda que el negocio que perteneció a su familia y que lleva por nombre su apellido esté cerrado hace años, venido a menos sin que nadie se haga cargo.

Las referencias, entonces, pasan de Linklater a cineastas de la nueva comedia americana como Apatow, en tanto retratan hombres que no pueden terminar de adaptarse a cierto estándar que la vida adulta les impone. El tono discreto de su ópera prima se direcciona enfocándose en puntos más concretos; pasando de tener un retrato si se quiere coral (en tanto es evidente la pequeña ambición que subyace bajo la trama de Modelo ‘73: un retrato, no de unos amigos, sino de una generación) a personajes con roles muchos más definidos y establecidos: un claro protagonista, su interés amoroso, su amigo (que hace las veces de descansos cómicos), incluso un viejo compañero de la secundaria, que ha triunfado en lo que él no (casado y con éxito laboral), sirviéndole de oscuro espejo en el cual reflejarse. Cambio de eje: Moscoso hace una apuesta grande y se industrializa, virando hacia una comedia marcadamente más convencional y de género, sin por eso renunciar a establecer sus propios códigos ni a marcar una impronta local (y personal) que va más allá de la tonada de los actores o del uso de locaciones; algo que parece tener en común con el cine de Rosendo Ruiz, y particularmente con su De caravana, mezcla perfecta entre un universo autoral y un género con sus códigos establecidos. No es para nada difusa, por lo tanto, la metáfora entre la vida de Juan y el negocio familiar, y resolver el conflicto con el padre le llevará toda la película, cristalizando una reconciliación con él mismo (y con su propio pasado) que no era posible en su anterior film, donde los adultos parecían inexistentes, una presencia incorpórea (el Chevy que le daba nombre al film lograba arrancar al final: más una triste ironía que un gesto esperanzador). Como si Moscoso hubiese necesitado crecer, a la par de sus personajes, para comprender el punto de vista de sus padres y establecer un nexo entre dos generaciones que parecía perdido, de la misma manera su obra crece tanto en ambiciones como en resultados, revelando a un cineasta que abandona la juventud, pero que no deja de ser una promesa.