Baaria. Las puertas del viento

Crítica de Juan Pablo Cinelli - Página 12

El viejo truco de la infancia en Sicilia

Si el cine es tierra de sueños, nada hay más cercano a su espíritu lúdico que la potencia fantástica de la infancia. De hecho, el cine sólo es posible desde la niñez, porque allí está su motor: qué es su ritual sino un juego, cuya regla principal exige suspender durante una hora y media toda filiación con la realidad, para aceptar lo ilógico y creer que lo inconcebible puede ocurrir. Cuando desde el fondo de la sala oscura la luz se derrama sobre la sábana blanca, cada espectador (aun el más maduro y cerebral) no es otra cosa que un chico dispuesto a creer, aun sin 3D, que ese tren que viene directo hacia él definitivamente va a pasarle por encima. Ese es el secreto del cine en general y también el de Cinema Paradiso, aquella épica del celuloide por la que el italiano Giuseppe Tornatore ganó su Oscar a la Mejor Película Extranjera de 1989. Desde entonces, Tornatore suele volver a la infancia, la suya, en busca de material e inspiración. Es el caso de Baarìa, su nueva película, que conjuga muchos elementos y herramientas que ya había usado en Cinema Paradiso, y en alguna otra como Malena (2000).

Como en los filmes citados, la acción transcurre en un pueblito de Sicilia. En este caso Baghería, tierra natal del director (Baarìa es el nombre del pueblo en el dialecto autóctono), lugar exacto en donde infancia, cine y memoria se cruzan en el imaginario de Tornatore. Como en esas películas, el relato comienza en un período que va desde algunos años antes de la Segunda Guerra Mundial a los primeros de la posguerra, con la sombra del fascismo siempre presente. Como en ellas, los protagonistas son niños y adolescentes que eventualmente crecen, y es a partir de sus miradas que Tornatore desea mostrar el mundo. Baarìa es una épica familiar centrada en la figura de Peppino Torrenuova: su vida será la línea de tiempo sobre la que se desplegará la historia de la Italia al sur. Así, del mismo modo en que el Peppino niño se irá cruzando con el Peppino adolescente y el adulto, pero también con Pietro, su hijo pequeño, la narración avanzará a través de pequeñas escenas que funcionan como viñetas sueltas que la van encauzando. Aunque tal vez sería más correcto decir que la van sacudiendo, haciéndola saltar de momento histórico en momento histórico y de un niño a otro. Se hablará de guerra; de leyendas montañesas; de fascismo; de la censura y el aplastamiento de la oposición; de la lucha del Partido Comunista y del poder que ya empezaba a tener la Mafia en el sur. Todo contado en clave menor, con un marcado tono de novelón televisivo.

Se ha dicho que Sicilia representa para Tornatore el centro donde se trenzan infancia, cine y memoria. Tres ficciones posibles que, en el caso de Baarìa, acaban por abrumar, confundir y hasta traicionar a ese espectador que va al cine como un chico, a dejarse sorprender. Las viñetas señaladas van agregando personajes que extienden al infinito las pinceladas de color, pero no profundizan más allá de lo anecdótico. Con idéntica superficialidad, las escenas suelen caer en los extremos del costumbrismo o el melodrama (y los extremos se tocan), que Ennio Morricone se encarga de sobrecargar con música al tono.

A todo esto, al ir y venir en el tiempo hay que sumarle un toque de realismo mágico, que quiere dar al relato un aire de mandala cerrado sobre sí mismo, pero convierte a la película en una suerte de sueño barroco de dos horas y media. Todo con un presupuesto que le permitió al director una puesta lujosa y hasta una agradable fotografía, aunque cabe preguntarse: ¿al servicio de qué? Parafraseando a Groucho, se puede decir que Tornatore ha hecho una gran película. Pero sin dudas no ha sido ésta.