Azor

Crítica de Alejandro Lingenti - La Nación

Lo primero que llama la atención de Azor es su originalidad. La etapa de la última dictadura militar en Argentina ha sido muy transitada por el cine nacional, pero nunca una ficción había puesto el foco en la trama secreta que unió en ese período los negocios de los poderosos del país con la banca privada suiza, cuya rigurosa política de protección de los datos del cliente garantiza una opacidad que muchos de los que recurren a sus servicios necesita imperiosamente.

Azor se ocupa entonces de un asunto importante -más allá de las lecturas políticas en las que queda inevitablemente involucrado, el de la fuga de capitales es sin dudas un tema clave de nuestra agenda económica-, pero no lo hace desde la perspectiva de la denuncia exaltada, sino de una manera mucho más sutil. Su mirada no es testimonial, sino sociológica. La ópera prima del suizo Andreas Fontana funciona como un eficaz ensayo de los usos, los modales y las costumbres de una clase social que valora especialmente las redes de influencia y los pactos de silencio como sustento básico de un sistema que la beneficia, en abierto desmedro de los que no pertenecen.

Todo lo que ocurre en la película está teñido de un persistente misterio, de un clima sugestivo y enigmático, aun cuando la historia tiene una línea argumental clara, definida y deliberadamente austera: un banquero de Ginebra que opera en el más alto nivel llega a la Argentina de la represión ilegal para reemplazar a un colega que repentinamente desaparece de escena sin mayores explicaciones. No hay mucho más que eso. Y la alegoría es evidente: no es exótico conectar la metodología de persecución política de aquellos años con ese fantasma que sobrevuela el relato como referencia directa o implícita en algunas de las conversaciones de quienes lo protagonizan, cargadas siempre de una solemnidad impostada que todo el elenco (integrado por actores casi desconocidos en Argentina, algunos no profesionales y que incluye un cameo de Mariano Llinás) interpreta a la perfección.

El clima de Azor puede recordar al de aquellas intrigas esquivas que supo tejer tan bien Jacques Rivette (uno de los autores más singulares de la nouvelle vague), pero con un temperamento necesariamente más oscuro, dadas las circunstancias de su contexto histórico.

La explicación de este abordaje diferente sobre una época clave y muy dolorosa de la historia argentina contemporánea está relacionada con el origen y las vivencias personales del cineasta: Fontana es suizo, nieto de un banquero privado de Ginebra y ha vivido la suficiente cantidad de tiempo en la Argentina como para vincular toda la información que tiene como bagaje en un primer largometraje sólido y atrapante que cita, al iniciarse y en el epílogo, a El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, otra meditación certera sobre un viaje de exploración a un territorio dominado por la crueldad y el egoísmo, atravesada también por la gravedad, las complicidades non sanctas y el suspenso.