Aventurera

Crítica de Elena Marina D'Aquila - Cinemarama

Joven y bella

La ópera prima del marplatense Leonardo D’Antoni narra la historia de Beatriz, una chica colombiana que lucha por sobresalir en la escena del teatro independiente de Buenos Aires. Bea –interpretada por la actriz franco colombiana Mélanie Delloye– pasa sus días entre ensayos de teatro, castings y el cuidado de una anciana, lo que le permite pagar la habitación que comparte con otra joven de Colombia, mientras intenta vivir de la actuación. A diferencia de La princesa de Francia, película estrenada la misma semana que también explora el entorno del teatro indie nacional, Aventurera no pretende ir por el lado del juego, o mas bien del ejercicio académico que propone Piñeiro con la última de su serie de Shakespereadas. A pesar de contar con actuaciones notables, aciertos musicales –el pop de los Beach Boys y el rap de Jvlian– y algunas escenas muy virtuosas, como el gran plano secuencia del comienzo, la última extravagancia de Piñeiro es incapaz de transmitir la honestidad que Aventurera despliega de forma espontánea y natural.

D’Antoni encuentra en Mélanie Delloye –su esposa en la vida real y con escritora del guion junto con él– un campo magnético que ejerce una fuerza de atracción descomunal sobre la cámara. Una cámara casi con el único objetivo de registrar a modo de radiografía del cuerpo de su actriz, cada uno de sus encantadores gestos a la manera de lo que hicieron Godard con Anna Karina o Cassavetes con Gena Rowlands. Pero su devoción por registrar la fotogenia de su esposa en cámara no es lo único que tiene en común el director debutante con el pionero del cine independiente estadounidense, al que toma como una clara referencia estética. D’Antoni se vale además de su estilo hiperrealista y lo lleva hasta lo pseudodocumental para filmar este coming of age con una cercanía física y emocional por momentos desgarradora, convirtiendo a Mélanie Delloye, eje sobre el cual gravita la película, en una suerte de Adele Exarchopoulos dirigida por Kechiche.

Al igual que los cineastas mencionados, el marplatense también se atreve a filmar el amor excesivo pero, en este caso, hacia una vocación. Para ello se vale de una cámara en mano que sigue bien de cerca a su protagonista, casi con la misma obsesión con la que ella se empeña en seguir su sueño a pesar de todas las contras que puedan interponerse en su camino. La versatilidad del movimiento le permite a la puesta adoptar formas estilizadas a través de planos de una composición de cuadro exquisita como también, si así lo requiere la escena, puede dejarse llevar por lo que el personaje o la situación requieran en cada momento; aunque eso implique obtener un encuadre desprolijo en la urgencia por capturar algo de una efímera verdad dentro del plano. Como si lo más importante fuera la espontaneidad de la actuación y la fluidez de la narración, D’Antoni sostiene todo el tiempo su mirada particularmente sensible y cruda como unificadora de todo el relato –por más saltos abruptos que pueda haber de una escena a la otra– potenciándola al máximo en uno de los momentos más intensos y realistas de la película: las lágrimas de Bea, tan verosímiles como las de Adele cuando su relación con Emma se termina. El gran atractivo de Delloye se impone a cada plano con una fuerza arrolladora. Su frescura y su sensualidad natural hacen que sea imposible no mirarla aunque esté realizando la más mínima de las acciones o simplemente permaneciendo delante de la cámara con la mirada perdida en algún punto de fuga.

Una obra que esconde detrás de su aparente sencillez, una sutileza pocas veces tan lograda, aventurándose ante nosotros como un cine intimista y seductor al igual que las entrañables criaturas que lo habitan.