Avatar

Crítica de Jorge Bernárdez - Subjetiva

Grande a veces significa bueno

Cada tanto aparece un director visionario que cambia los parámetros conocidos, que crea una película de esas que algún gran productor del Hollywood clásico calificaba de más grandes que la vida. Avatar tiene ese sino porque James Cameron es uno de esos directores que buscan ser inspiradores y clásicos, pero a la vez intentan correr las fronteras de lo tecnológico. Las imágenes de Avatar son bellas, el relato es fluido, la historia es clásica, lo que se ve en pantalla es por un lado clásico pero por otro novedoso y deja al espectador con la boca abierta.

Es cierto que por momento es un patchwork que une Nacido el 4 de julio con Forrest Gump y La guerra de las galaxias, pero la innovación tecnológica, y los FX de última generación elevan la película a otro nivel.

Jack Sully es un marine entrenado para actuar y no para pensar, que sufre una lesión en combate y es puesto en suspensión criogénica; pero la muerte de su hermano gemelo, un científico brillante, le da una nueva posibilidad al marine cuya lesión es curable si se tiene dinero pero eso es casi imposible para un cabo. El asunto es que el hermano de Jack estaba trabajando sobre un proyecto de un contratista del ejército para explorar el planeta Pandora. En el lugar hay un grupo de humanoides llamados Na´vi que tienen su hábitat justo encima de la mayor cantera de un mineral que en la Tierra es carísima. El proyecto Avatar implica la creación de humanoides manejados por humanos, igualitos a los Ná´vi, con la idea de meterlos entre los originales. Jack entra al proyecto sin el entrenamiento necesario y choca con la directora científica del proyecto, nuestra vieja amiga Sigourney Weaver (Ripley en la saga Alien cuya segunda parte y acaso la mejor, fue dirigida por Cameron), el marine y la científica no empiezan con el pie derecho mientras que el jefe militar de la operación conecta con Jack y le propone que sea su espía a cambio de conseguirla en la Tierra piernas reales.

Por supuesto, el infiltrado ignorante de todo, se infiltra y parece ser un elegido. Se enamora de una nativa, conoce la cultura Na´vi y graba en una especie de confesionario de Gran Hermano sus impresiones. Todo marcha tranquilo hasta que la empresa contratista decide que ya es tiempo de ir por el mineral y decide arrasar el bosque en el que viven y tirar abajo el gran árbol de la vida en el que viven los nativos. Jack, que en su vida como Avatar es casi un Na´vi más, tiene que darse a conocer para decirles a los humanoides que los van a arrasar. La empresa decide atacar por uno de sus informes que había dejado grabado Sully, que además de ser un topo tampoco es un tonto y se da cuenta que no hay nada que los humanos tengan para darles a los Na´vi, que viven conectados al bosque en el que viven de manera muy concreta a través de terminales que los hace ser un parte de una especie de red de redes natural: ¿van a cambiar eso por una gaseosa ligth? se pregunta retóricamente el marine convertido ya en un miembro más de los Na´vi.

La lucha de los nativos contra el imperio es contada con ampulosidad, lujo y nervio narrativo, no importa demasiado que las cosas no cierren, que Cameron de repente parezca más cándido que el Spielberg más naïf o que realmente funcione cuando el CEO de la empresa contratista los escucha a Jack y a la científica explicar lo de la conexión con la naturaleza se ríe y les pregunta: ¿que estuvieron fumando allá afuera?

Es que más allá de la cuestión hippie del asunto, Avatar no es ni más ni menos que la vieja historia del mal contra el bien narrada con maestría por ese clasicista que es Cameron, que una vez más corre el límite de la técnica para contarnos una historia más grande que la vida y de paso echar una mirada sobre los efectos de la esencia imperial de los Estado Unidos. Como lo hicieron Star Wars, Apocalipsis Now y El Padrino, a través de una mirada supuestamente inocente e infantil al estilo Forrest Gump, que por momentos y por más sorprendente que sea lo que muestra la pantalla se pone un poco melosa y acaso intragable cuando la luz sobre la pantalla desaparece y el espectador vuelve al mundo real.