Avatar: el camino del agua

Crítica de Ezequiel Boetti - Página 12

"Avatar: el camino del agua": una nueva aventura sensorial.

El director de "Titanic" eleva las búsquedas visuales al punto de que es imposible saber qué de todo lo que se ve es real y qué fue creado digitalmente.

Titanic es una de las películas más importantes de la historia del cine. Por haber ganado once Oscars –la más premiada junto a Ben-Hur y El Señor de los Anillos: el retorno del Rey– y recaudado más de dos mil millones de dólares durante los largos meses que estuvo en cartel, pero sobre todo porque en ella podría cifrarse la clausura del cine de gran espectáculo que imperó durante el siglo pasado: una historia transparente y épica de larguísimo aliento recreada con enormes valores de producción, en la que convivían múltiples géneros y filmada mayormente de manera analógica (vale recordar que se armó una pileta gigante para recrear escenas del hundimiento), aunque abriéndole las puertas a una tecnología digital de punta. Doce años después, Cameron utilizó en Avatar (2009) la por entonces flamante tecnología 3D como nadie; esto es, para moldear un mundo propio y personal “hacia adentro” de la pantalla, llenándola de texturas, colores y criaturas de todo tipo, en lugar de limitarse a ir “hacia adelante” revoleándole cosas a la platea.

Es cierto que el 3D, cuya hegemonía duró lo que un lirio, ha tenido un importante desarrollo en la última década. Tan cierto como que con Avatar: el camino del agua –primera secuela de otras que vendrán en 2024, 2026 y 2028– Cameron reinventa todo lo conocido para dar forma a algo distinto, único, probablemente irrepetible, que eleva las búsquedas visuales al punto de que es imposible saber qué de todo lo que se ve es real y qué creado digitalmente: el sueño húmedo del metaverso de Mark Zuckerberg materializado en una pantalla. Si todo indica que el cine, con su hegemonía perdida ante el streaming, debe reconvertirse en un evento que vaya más allá de la proyección de películas, Cameron ilumina un camino posible reuniendo lo mejor de los dos mundos para que las segundas puedan ser lo primero sin perder su esencia: someter al espectador a un vaivén de emociones, arrastrarlo de las narices hasta los sectores más recónditos de la imaginación, retrotraerlo hasta épocas donde las posibilidades del cine –y, con ello, del mundo– era un terreno listo para ser descubierto.

Pero el responsable de Terminator es, se dijo, un director. O sea, no uno de los asalariados que suele timonear las grandes producciones actuales: lo suyo no es el regodeo técnico por el regodeo en sí mismo, sino poner la cámara donde nadie para construir un relato clásico y de una fluidez notable, al punto de que las tres horas de metraje pasan volando. Prodigio técnico es una frase que duele de tan común. Pero no hay otra manera de definir esta nueva aventura sensorial que retoma las acciones en el planeta Pandora diez años después de los hechos de la primera entrega, cuando el marine Jake Sully (Sam Worthington) desechaba su maltrecho cuerpo humano para traspasarse al de su avatar na'vi, convirtiéndose así en uno de esos humanoides azules altos y flacos que pueblan el planeta y conviven en armonía con su entorno.

En la película de 2009 había mercenarios y soldados intentando apropiarse de una zona del planeta llena de un metal de altísimo valor económico. El problema era que allí estaba el espacio sagrado donde los humanoides se conectaban con Eywa, la fuerza guía y deidad de Pandora, la misma que escuchaba el pedido de ayuda de Jake y enviaba todas las especies a repeler el ataque. Una concepción holística barnizada con un mensajito eco-friendly que aquí resuena aún con más fuerza. Demasiada, por momentos, al punto que tranquilamente podría aparecer una leyenda antes del inicio de los créditos finales alertando sobre los efectos del calentamiento global y la contaminación en los océanos.
¿Océanos? ¿Acaso los na’vis no vivían en un bosque encantado? No todos, pues otra tribu lo hace a orillas del mar y, por ende, centra su cosmogonía en la relación con todo aquello que anida en las profundidades. A ella se sumarán Jake, su pareja Neytiri (Zoe Saldana) y los hijos que han tenido en los años que llevan juntos. Llegan hasta allí debido a que los militares, con el temible Quaritch (Stephen Lang) a la cabeza, volvieron ávidos de revancha y convertidos en avatares y, por ende. Mientras ellos buscan a Jake para saldar cuentas pendientes, él se integra a su nueva comunidad sin problemas. No ocurre lo mismo con sus hijos, a quienes el relato destina buena parte de su atención. Cameron, consciente de que la taquilla actual respira con el dinero insuflado por jóvenes, apunta directamente a ellos con esa subtrama infanto-juvenil. Un movimiento calculado que compensa con la creencia total en aquello que cuenta y en la potencia hipnótica que puede generar el cine cuando sus herramientas son usadas con el mismo virtuosismo con que Messi apiló croatas en la semifinal del Mundial.