Atlántida

Crítica de Melina Storani - Indie Hoy

La ópera prima de Inés Barrionuevo, estrenada en Argentina en el pasado BAFICI – y que compitió a nivel internacional en el Festival de Cine Latinoamericano de Toulouse y el BERLINALE – retrata una historia de amor propio enmarcada en la humeante y enrededada catarsis de hormonas que llamamos adolescencia. Barrionuevo, con el título de comunicadora social bajo el brazo, optó por el cine desde un primer momento y dio así origen a dos cortometrajes excepcionales: Picnic (2005) y La Quietud (2011), éste último en competencia en el Festival de Locarno. Finalmente, hace poco más de seis años, comenzó a gestarse ATLÁNTIDA de la mano de Paola Suárez, el concurso Raymundo Gleyzer del INCAA, un crédito del Banco de Córdoba y Edgard Tenenbaum, el co-productor francés. Según palabras de Barrionuevo, “(Tenenbaum) se hizo amigo de la película y ayudó a que crezca. Simplemente la enviamos a Berlín; parece que gustó y acá estamos.” Y esa soltura, ese destino divino de Atlántida, también se ven reflejados en los tensionantes 88 minutos durante los cuales discurre la película.

La historia se centra, principalmente, en el despertar sexual de tres adolescentes de un pueblo cordobés de 1987. Dos hermanas, Lucía (15) y Elena (17) – pie enyesado de por medio – están solas en casa. Estación: verano. El calor asfixiante se cuela no sólo a través de los diálogos y las imágenes, sino también en el sonido. Silencios de siesta, cigarras cantoras y quietud conforman el universo sonoro que rodea a las adolescentes, acompañadas de a ratos por Ana (15), amiga de Elena. La rivalidad entre hermanas es evidente: además del natural “tire y afloje”, Elena tiene cierto rencor especial hacia su hermana menor y el espectador no sabe por qué – Barrionuevo explica que, para la dirección de actores, se sugirió que Lucía era culpable por el accidente de Elena -. De esta manera nos introducimos, de la mano de un elenco infanto-juvenil y el bellvillense Guillermo Pfening – impecable como siempre – a un mundo de atardeceres mágicos y fotografía cálida cargada de raíces emotivas. Es una mirada no sólo atractiva sino acertadísima de una época de la vida en la que todo ser humano se encuentra exaltado, emocionado; de energía efervescente: la adolescencia. Es así como, mientras Lucía y Ana pasean fuera de la casa cosechando un sutil sentimiento, Elena – imposibilitada para caminar – recibirá la visita del doctor del pueblo (Pfening) y lo acompañará en un viaje de camioneta para ver a sus demás pacientes.

Los escenarios y las situaciones actorales son lugares comunes; están planeados para generar una identificación automática con el espectador, que poco a poco va acogiendo a los personajes para hacerlos propio. Tanto como guionista como directora, es notable cómo Barrionuevo introduce detalles autobiográficos y recuerdos de su infancia para complementar las situaciones que se dan, de la manera más natural y espontánea posible, entre las chicas y sus acompañantes. Un dato memorable: ninguna de las actrices tiene la tonada cordobesa que uno espera escuchar al relacionar el filme con su provincia de origen y, aunque no parezca, le impresiona una calidad máxima a todo lo que se dice sin quitar ni una pizca de realismo. El guión es justo, pulcro, dinámico y embriagador.

La sensualidad que van experimentando los personajes – Elena con su doctor y Lucía con Ana – va aumentando a lo largo de todo el discurso y es acompañado de manera fenomenal por una fotografía con tal característica. Un roce con una mano, una mirada desafiante, un helado compartido; todo está teñido de un misticismo estético compuesto de fleurs, tonos cálidos y contrastes suaves. He aquí cuando la narrativa se eleva a lo excepcional: cuando tiene un clima estético altamente logrado. ¿Cómo no sentir la inquietud de Ana y Lucía cuando se miran en primer plano? ¿Cómo no ponernos en la situación de Elena, osada y caprichosa, abalanzándose contra el atractivo médico? El resultado es inmediato: el espectador de pronto no sólo ve discurrir una película frente a sus ojos, sino los propios recuerdos y sensaciones de su adolescencia perdida.

Wim Wenders dice: “Las historias están ahí, existen sin nosotros. En realidad, no hay necesidad de crearlas porque el género humano las trae a la vida. Simplemente tienes que dejar que te arrastren”. Y yo digo que sí, que “Atlántida” es la visión madura perfecta de un mundo inmaduro; que retratar la vida de estos personajes nace de una decisión de experimento voluntario para con la adolescencia; que Inés Barrionuevo bien supo colocar su atención y su cámara frente a una escena diaria que esconde potentes acertijos y fórmulas dramáticas. Esta película es un símbolo del trabajo en equipo; de la construcción de un guión desde la importancia de los humanos que van a representarlo; de la fotografía bella y acertada que acompaña, como un óleo, las acciones de la vida per se.

Una vez más, el nuevo cine cordobés demuestra tener la capacidad y la coraza dignas de un arte maduro, que de tanto experimentar ha hallado – lenta y dificultosamente – su lugar en el mundo. Un compromiso con historias simples capaz de sensibilizarnos al extremo.