Astrogauchos

Crítica de Gaspar Zimerman - Clarín

La sinopsis de Astrogauchos es prometedora, porque escapa a lo que suele ofrecer el cine argentino: es una comedia ambientada en los años ’60, sobre un científico que se propone convertir a la Argentina en una potencia aeroespacial y tiene como primer objetivo llegar a la Luna antes que estadounidenses y soviéticos. No se puede decir que Matías Szulanski (Pendeja, payasa y gorda, En peligro) no tome riesgos.

Lo mejor es la ambientación. La dirección de arte se las rebuscó para exprimir el acotado presupuesto de modo de cumplir con el objetivo que Szulanski expresa en la gacetilla: mostrar “una Argentina pop y colorida, cercana a la Nouvelle Vague y a los Swinging Sixties de Londres”.

Entonces, si hay algo para elogiar son las locaciones, la escenografía, el vestuario, los peinados y el maquillaje, rubros que le dan a la película un aspecto vibrante, juguetón, moderno. También es un acierto la elección de la banda de sonido -The Mamas & the Papas, Herbie Hancock, Vinicius de Moraes- para completar un panorama con perfume al Instituto Di Tella.

La mesa de época está servida con mantel, cubertería y vajilla de buena calidad, pero lo que falla es lo más importante: la comida. La historia de Emilio Castillo, este porteño que asegura que los rusos le robaron la idea del satélite Sputnik, nunca termina de arrancar. Algo parecido a lo que le ocurre al personaje, que se encuentra atrapado en una típica telaraña burocrática argentina.

Szulanski citó entre sus referencias a Barton Fink, y sembró su guión de personajes en la frecuencia absurda de los hermanos Coen. Pero además de que las situaciones no logran tener ni un poco de esa gracia, el prolífico director -éste es su quinto largometraje en tres años- no dio con el tono de las actuaciones.

Son interpretaciones no naturalistas, que en su mayoría apuestan a la inexpresividad para generar un humor seco, sin subrayados. Pero el efecto, a lo sumo, es algo de irritación e incomodidad, porque lo cierto es que en Astrogauchos hay poco de qué reírse.