Argentina, 1985

Crítica de Quintín - A Sala Llena

LO QUE ALFONSÍN SABÍA

Dado que todo parece haberse dicho y escrito sobre Argentina, 1985, lo que tengo que agregar es acaso irrelevante. Trataré, de todos modos, de evitar dos lugares comunes. Uno es la discusión sobre si la película ningunea o no a Alfonsín, algo que parece preocupar a mucha gente. De todos modos, me gustaría decir algo al respecto tras haber leído Ricardo Alfonsín de Pablo Guerchunoff, un libro que se publicó hace poco. La lectura me llevó a concluir que el entonces presidente fue el personaje decisivo para que los comandantes fueran juzgados, algo que la película tal vez sugiera pero en ningún caso afirma con claridad. Lo asesoraron juristas, como Carlos Nino y Jaime Malamud Goti, quienes idearon la manera de anular la autoamnistía de los militares. También fueron importantes para llegar al juicio el trabajo de investigación de la Conadep y la publicación del Nunca más para divulgar las atrocidades cometidas por la dictadura militar. Se discute si el film los nombra, pero poco importa si hay una línea de diálogo que los mencione. De hecho, los deja de lado.

Y está en su derecho. Es tan absurdo pretender que el director cineasta tiene obligaciones con su tema como suponer que la película es “necesaria” (y puede pasar a ser obligatoria). Es absurdo y, sin embargo, sigue habiendo quienes quieren endilgarle deberes a los que hacen cine en un caso y a los lo ven en el otro. Después de todo, además, Argentina, 1985 es un film “basado en hechos reales”, un género cinematográfico cuya característica es apoyarse en acontecimientos del pasado histórico para construir, a partir de ellos, una obra de ficción. Esa ficción puede tener una conexión mayor o menor con esos hechos, pero queda a salvo de que se la interrogue con respecto a la veracidad o exactitud de lo que cuenta. Digamos que, basándose en esa premisa, alguien podría hacer una película titulada “El pato Donald y el ratón Mickey juzgan a las juntas argentinas” e introducir a los dos famosos dibujos en una trama en la que aparecen personajes que se llaman como algunas figuras históricas (por ejemplo, Videla, Alfonsín o Bonafini) y hacerlos interactuar. Hasta se podría hacer que los sobrinos de Donald lo ayuden en la investigación. Mi impresión es que Argentina, 1985 se parece un poco a esa supuesta película. Pero tal vez esté bien que así sea.

Argentina, 1985 cuenta el modo en que un fiscal y su ayudante logran acusar a los miembros de las juntas militares y cómo los jueces terminan condenando a prisión perpetua a algunos de ellos. Esos personajes se llaman Julio Strassera y Raúl Moreno Ocampo, igual que sus contrapartidas históricas, pero no son ellos: están construidos como parte de una ficción, del mismo modo en que están construidos los comandantes. Salvo que estos están interpretados por actores que tienen algún parecido físico con los originales y los caricaturizan de algún modo; apenas abren la boca (Videla, además, lee la Biblia durante el juicio y tal vez lo haya hecho, pero importa poco y se parece demasiado a un guiño sin demasiado valor). El fiscal y su adjunto, por otra parte, son objeto de un desarrollo dramático en el que se basa la trama. La película no se priva de hacer de Strassera un fumador constante, como para agregarle carácter y robarle un poco a la realidad aunque se declare una ficción. (Aquí aparece la escuela inglesa, la de Ben Kingsley haciendo de Gandhi, memorablemente imitado por Mario Sánchez, que también supo hacer de Alfonsín). Después de todo, esa es la ventaja del film basado en hechos reales: permite usar la realidad cuando sirve a sus propósitos e ignorarla cuando conviene. Esas son las reglas.

La película encadena sus escenas a partir de una cronología del juicio vista desde la perspectiva de sus dos protagonistas, que no solo cumplen sus tareas como funcionarios, sino que interactúan entre sí, con sus familias y con los otros personajes. Algunos de ellos son puramente inventados (como el opaco Dr. Bruzzo, un emisario de algún “arriba” que, al parecer, fue inexistente) o construidos a partir de otros, como el sobreactuado Ruso (Norman Brisky), Ormiga, el policía que custodia al fiscal o Somi, el dramaturgo basado en Carlos Somigliana, amigo de Strassera.

La idea narrativa, como en tantas películas, es la de alternar lo público con lo privado: lo que ocurre en el tribunal con lo que sucede en la intimidad, que está compuesto por una serie de subtramas como, por ejemplo, la reconciliación entre Moreno Ocampo y su madre reaccionaria que suele ir a misa con Videla pero, a partir del juicio, cambia de idea. O las discusiones entre Strassera y su mujer. Dentro de lo que las escenas “privadas” aportan a la línea narrativa principal, hay dos buenas ideas estructurales. Una es que la investigación del fiscal y su equipo, así como la búsqueda de pruebas con su aspecto de trabajo colectivo, es homóloga a la construcción del guión y la filmación de la propia película, cuyo equipo debe ordenar su propio rompecabezas. La otra es que, aunque el personaje es más bien pobre y abstracto, la intervención de Somi, que facilita un teatro para elaborar el alegato y colabora como dramaturgo en él, le facilita asimismo a la película la posibilidad de darle al juicio su aspecto teatral, como si el resultado del juicio se jugara en el histrionismo de los abogados. Ninguna de las dos ideas está desarrollada, pero le da algo de juego a una trama que, en general, es demasiado simple y previsible a partir de sus premisas cronológicas.

Pero los personajes tampoco están muy logrados. Ni Darín ni Lanzani logran darles grandeza a Strassera y a Moreno Ocampo como héroes de ficción. Sus actuaciones parecen trabadas y oscilan entre dos viejos males del cine argentino: el costumbrismo y el afiche escolar. Pero tampoco son interesantes los secundarios que podrían tener más ductilidad a partir de la libertad en su comportamiento. A veces, el film logra algo con ellos: por ejemplo Ormiga, cómico pero digno. Bruzzo empieza pareciendo un villano pero resulta, finalmente, un villano simpático. Otras veces no: por ejemplo, el papel de Somi es errático mientras que el de Ruso está sobreactuado. En parte por culpa de Briski que siempre sobreactúa, en parte por el tosco recurso de hacer que se esté muriendo en cámara para lograr una innecesaria escena dramática. No es la única. Las escenas de la familia Strassera como la de Moreno Ocampo, son en general chatas, discursivas y subrayadas, sirven para delimitar el tono ideológico del film.

Hay una excepción importante, que es el personaje de Julián Strassera (llamado Javier en el film) el hijo pequeño del fiscal al que el padre obliga a espiar en dos ocasiones distintas: al principio a su hermana, ya sea porque está celoso, porque sospecha que su novio es un agente infiltrado o por puro prejuicio (el personaje es casado). Y, hacia el final, Javier espía a los jueces cuando se reúnen en un café para decidir el fallo. Allí, el presidente del tribunal lo sorprende y le hace una broma ingeniosa. Lo de Javier es doblemente bueno: por un lado, aunque la película no se resuelva por el thriller, instala cierta atmósfera de peligros y sospechas, un clima generalizado de paranoia que continuará con las llamadas amenazantes a Strassera y Moreno, pero del que participa también el protagonista. Al final, el espionaje de Javier se repite en un contexto más benigno, pero que sirve como un eco elegante a las escenas del principio. Es uno de los pocos momentos en los que la ficción se hace ligera en el mejor sentido.

Creo que el principal problema de Argentina, 1985 es que esa ligereza está sometida a dos presiones antagónicas. Una es que, dado que el éxito de la película es consecuencia directa de su tema y la realización debe cumplir con un contrato que el espectador ha firmado al comprar la entrada y no quiere ver traicionado, no puede apartarse demasiado de la recreación de los famosos hechos reales. Por eso hay una escena clave en la película, que es el testimonio fiel de Adriana Calvo de Laborde (Laura Paredes) que, como caso ejemplar de los crímenes de la dictadura, sirve para sellar ese contrato. La otra es que para escapar de su aspecto documental, por así decirlo, recurre a toda la batería de lugares comunes que el cine utiliza desde hace décadas: el buddy-buddy, la oposición inicial entre Strassera y Ocampo que se transforma en colaboración y amistad; el héroe inesperado y que se redime, porque el fiscal no hizo nada durante la dictadura a pesar de sus ideas la batalla del pequeño grupo, contra las fuerzas del mal; la reconquista de la admiración de la esposa; el gesto de una madre dispuesta a ir más allá de sus ideas por el hijo; la discusión entre padre e hijo por cuestiones políticas; el engaño al enfermo para que muera en paz… Básicamente, Argentina, 1985 es la historia de un hombre valiente que cumple con su deber atravesando la adversidad, venciendo sus limitaciones y recuperándose de su pasado. El problema es que el resultado es demasiado convencional para ser interesante como película y está demasiado lleno de clichés como para dialogar con la historia.

Así y todo, la película tiene su perspectiva sobre lo que ocurrió en esos años. Dije que quería evitar dos tópicos de la discusión que suscitó la película y el segundo es si está hecha desde una perspectiva peronista o kirchnerista (no sé si alguien la acusó de ser radical, creo que no). Me parece que la mirada de la película sobre la Historia es más compleja o, en todo caso, tiene que ver con un problema más complicado, que tanto el film como sus críticos han evitado cuidadosamente. La película parte del entorno familiar y laboral de Strassera. En ambos casos, tanto cuando habla el hijo como cuando lo hacen sus amigos, su mundo se divide entre progresistas y “fachos”. Fachos son los militares y lo son también quienes no quieren que sean juzgados. Así, a la hora de buscar colaboradores, clasifican Strassera y el Ruso a los conocidos comunes y concluyen que se murieron o pertenecen a la segunda categoría. Entonces aparece Moreno Ocampo, de familia de fachos pero de ideas progresistas. Y Strassera tiene que terminar aceptando que no es el origen social lo que determina la postura ideológica (una de las leyes del buddy-buddy). Después aparecen los muchachos y las chicas, en su mayoría empleados judiciales dispuestos a colaborar con el fiscal. Claramente, se trata de progresistas. Incluso hay un peronista que se identifica como tal explícitamente, pero es casi una escena cómica, que no puede tomarse en cuenta como definición ideológica. Lo que cuenta es esa clasificación, independiente de lo que los partidos mayoritarios hayan hecho en su pasado y de las distintas fracciones y opiniones dentro de cada uno, como la del ministro del interior Antonio Troccoli, desde entonces un cuco del progresismo.

Es que lo que Argentina, 1985 parte de un maniqueísmo que, hacia el final, se convertirá en otro. Y allí reside lo que, a mi juicio, es la manipulación histórica que ejecuta el film. Casi es un pase de magia, un truco hecho a la vista de millones de espectadores y cientos de comentaristas politizados que no quisieron o no lograron advertirlo. Vuelvo a la lectura del libro de Gerchunoff. Lo que queda muy claro a partir de él (sumo al trabajo del historiador mis propios recuerdos) es que Alfonsín tuvo, antes incluso de la campaña presidencial y contra las propuestas de su rival Italo Lúder, la intención de juzgar a las Juntas para que no quedara impune la dictadura más sangrienta de la historia argentina. Pero así como Alfonsín tenía esa intención, pensaba que no todos los militares debían ser juzgados. Y no solo por razones de oportunidad política, sino por cuestiones de estricta justicia. Alfonsín, educado en el Liceo Militar, creía que había una obediencia a la que los subordinados no podían negarse, especialmente los de bajo rango. También le parecía que también debían ser castigados los actos aberrantes, aunque fuera difícil establecer tanto hasta qué grado era legítima la obediencia, como la gravedad de los casos particulares de sevicias. Pero como presidente creyó siempre que había que fijar un límite para los juicios. Y también creía que los jefes de las organizaciones terroristas que, en particular, habían atentado contra la democracia, debían ser juzgados aunque los crímenes contra los derechos humanos cometidos por particulares fueran menos graves que los que se cometían desde el Estado.

Pero si bien Argentina, 1985 empieza a partir de la voluntad de llevar a cabo el juicio a los integrantes de las tres primeras juntas militares, lo que importa hacia el final, tanto en los diálogos de Strassera con el Ruso, como en la decisión de apelar el fallo (aunque la familia y parte de la sociedad lo trate como un héroe, él siente que debe ir por más), no es que los máximos responsables de los crímenes fueran juzgados, sino que fueran condenados con más rigor del que decidió el tribunal. Y no solo ellos: debía quedar abierta la puerta para seguir juzgando hacia abajo sin limitaciones. En ese punto, el sentido común progresista de la película sufre una alteración y se convierte en el sentido común de la época actual: ya no se trata de juzgar a las Juntas, de condenar en base a pruebas y de poner, en algún momento posterior, un límite a los juicios (lo que quería Alfonsín) sino de obtener la mayor cantidad de condenas posibles. En los años siguientes, la situación de los juicios por los crímenes cometidos en los setenta ira variando y pasará por procesos individuales, la Ley de obediencia debida de Alfonsín y los indultos de Menem para virar, con el tiempo, hacia la anulación de estas leyes y decretos y llegar a la situación actual: juicios generalizados a los militares (la película dice al final que, abolidos la amnistía “se lograron más de mil condenas” como si eso fuera lo importante), un tratamiento severísimo en sus condiciones de arresto y prisión. Por el otro lado, absolución y hasta indemnización a los acusados y condenados por los actos terroristas. Ese cambio de jurisprudencia (que incluyó la imprescriptibilidad, la aceptación de leyes penales retroactivas, la anulación de la “cosa juzgada” y una larga serie de negaciones del derecho imperante y de los derechos de los reos) y de voluntad política (hubo hasta una ley que modificó unánimemente otra ya derogada solo porque a un militar le correspondía una disminución en los años de cárcel) fue la consecuencia de un largo y dedicado trabajo (que terminó en un espectacular triunfo) de la izquierda radical. El cambio tuvo dos momentos bisagra: el repudio a la supuesta Teoría de los dos demonios (que nadie formuló como tal) y la cooptación por parte de Néstor Kirchner de las luchas por los derechos humanos, con la aquiescencia y el aplauso de los dirigentes de las organizaciones respectivas. En la película, Strassera y sus amigos hablan de “fachos”, utilizando un lenguaje más propio de hoy, cuando han pasado a ser fachos todos los que piensan más o menos como pensaba Alfonsín en 1983. Ese cambio en el sentido común, que la película naturaliza desde el presente y se niega a tratar en términos históricos es lo que, a mi juicio, habría que debatir.

Vuelvo a ese momento importante del film en el que comparece como testigo Adriana Calvo de Laborde y relata, con lujo de detalles, las infames torturas a las que fueron sometidas tanto ella como su hija recién nacida, por un grupo de tareas que ni siquiera intentaba obtener de ella una información. La detención de Calvo de Laborde, además, fue consecuencia de un error de siglas, porque los represores confundieron las Fuerzas Armadas Peronistas con la Federación Argentina de Psiquiatras a la que ella pertenecía. Strassera habla de ella en el alegato (que es el alegato real) y dice que Laborde no solo era inocente, sino que su secuestro y tortura fue un ejemplo particular del sadismo con el que habían actuado las Fuerzas Armadas. Pero también dice que si, en lugar de un inocente, el secuestrado hubiera sido culpable, la justicia no tendría manera de demostrarlo porque tanto culpables como inocentes habían desaparecido (es decir, habían sido asesinados). En el corazón del alegato figura la denuncia de ese sadismo insólito. Creo que es el momento que más conmueve a los espectadores, como entonces la conmoción ante el grado de barbarie que había conllevado la represión de las juntas y que testimonió el Nunca más escrito y televisado. Hoy, cuando el procesamiento a los militares que sobreviven y la permanente presión para que nunca recuperen la libertad a pesar de que las leyes podrían beneficiarlo, se ha vuelto parte de un departamento de la burocracia judicial al que su propio sadismo estatal le resulta indiferente. El rechazo por el sadismo de cualquier signo está en Argentina, 1985, aunque aparezca escondido en ese discurso frívolo que intenta condenar el horror a partir de las cifras. Alfonsín cometió muchos errores, pero no ese.