Argentina, 1985

Crítica de Diego Batlle - Otros Cines

En 2011 Santiago Mitre estrenó El estudiante, que había rodado casi sin presupuesto a lo largo de muchos fines de semana en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA. Una década más tarde, el director filmó Argentina, 1985 con el apoyo de un gigante del streaming (Amazon Prime Video) y de varios influyentes productores (desde Victoria Alonso, ejecutiva top en Marvel, hasta Axel Kuschevatzky, pasando por Ricardo y Chino Darín). La única similitud es que ambas se hicieron sin subsidios del INCAA (en el primer caso, porque el proyecto no entraba dentro del esquema industrial; en el segundo, porque se financió con las espaldas de Amazon y el streamer optó por no pedir dineros públicos), pero lo real es que cualquiera de los planos callejeros de Argentina, 1985 (con su minucioso trabajo de ambientación de época y su imponente despliegue de efectos visuales) o los derechos de de las canciones (Salir de la melancolía, de Serú Girán; Lunes por la madrugada e Himno de mi corazón, de Los Abuelos de la Nada; o Inconsciente colectivo, de Charly García) deben haber costado lo mismo o más que toda aquella tan artesanal ópera prima.

El “arco” de Mitre desde sus modestos inicios (en 2005 participó, por ejemplo, en el film colectivo El amor, primera parte) hasta esta ambiciosa reconstrucción del Juicio a las Juntas puede compararse al de Julio César Strassera (interpretado por Ricardo Darín), un gris funcionario judicial que ingresó en 1976 como Secretario de Juzgado y, ya como fiscal, no tuvo durante el Proceso de Reorganización Nacional una actuación precisamente destacada ni valiente (algo que el film esboza en un par de escenas). Sin embargo, cuando muchos creían que no iba a estar a la altura del desafío, en 1985 lideró la acusación a las tres juntas militares en el que es considerado el primer caso de este tipo en el mundo a cargo de un tribunal civil.

Más allá de las connotaciones, idiosincracia y referencias locales, Argentina, 1985 remite a un clasicismo propio de la mejor tradición hollywoodense. En la figura de Strassera, pero también en la de su asistente Luis Moreno Ocampo (Peter Lanzani) y los muchachos y muchachas (estudiantes, flamantes egresados o inicipientes funcionarios judiciales) que fueron reclutados de apuro para llevar a cabo en tiempo récord la investigación de los casos a utilizarse en el juicio (serían solo 709 de los 30.000), se apuesta a la figura del underdog, esos individuos o equipos con mínimas posibilidades de salir airosos y mucho menos campeones en lo suyo. En este caso, el triunfo consistiría en conseguir una pena para los genocidas en tiempos en que el gobierno de Raúl Alfonsín era sometido a todo tipo de presiones y amenazas de golpes de Estado.

En varios sentidos, Argentina, 1985 puede verse también como una cruza entre las dos únicas películas nacionales que ganaron el premio Oscar: La historia oficial, de Luis Puenzo; y El secreto de sus ojos, de Juan José Campanella. Las consecuencias de la última dictadura, la dinámica interna tribunalicia y las implicancias íntimas y emocionales de situaciones de fuerte trascendencia social y política se mixturan con naturalidad a partir de un aceitado guion coescrito por Mitre y Mariano Llinás, que logra imprimirle además una necesaria veta humorística para descomprimir la tensión, oscuridad y la inevitable solemnidad de la faceta judicial.

Los guionistas encuentran sobre todo en el universo familiar (pero también en un comic relief como el guardaespaldas Ormigga) el contrapeso ideal a las cuestiones políticas (a Alfonsín se lo escucha fuera de campo, pero no se lo ve, aunque figuras de la época como Antonio Tróccoli son duramente cuestionadas), judiciales (la reconstrucción de los alegatos es bastante minuciosa) o de seguridad (los grupos de tarea deambulando impunes en plena primavera democrática). Los aportes de Alejandra Flechner como Silvia, la esposa de Strassera; de Gina Mastronicola como la hija adolescente Verónica y sobre todo de Santiago Armas Estevarena (toda una revelación), como el hijo menor Javier, permiten dotar al relato de una dimensión más humana, capaz de generar una mayor empatía e identificación.

Darín y Lanzani se lucen con interpretaciones contenidas, sin regodeos, ostentaciones ni imitaciones, porque los hechos hablan por sí solos y ellos no tienen que sobreactuar en plan súper héroes (aunque la dimensión heroica esté siempre en el sustrato). Y en papeles secundarios sostienen cada una de las escenas en las que participan el mítico Norman Brisky (notable como el Ruso, personaje puramente ficcional que funciona algo así como el mentor de Strassera), Carlos Portaluppi (León Arslanian, presidente del tribunal) o Laura Paredes (quien ofrece un desgarrador testimonio en pleno juicio), por nombrar solo algunas de las figuras destacadas que aparecen en el amplio elenco.

Tras la muy audaz, deforme e incómoda Pequeña flor (una película de espíritu jazzero sujeta a la inspiración e improvisación), Mitre regala un film diametralmente opuesto (una perfecta sinfonía muy precisa y articulada). Del más desbordante cine de autor a otra en la que despliega como nunca el oficio de narrador con el thriller psicológico (paranoico), el drama familiar y las películas de juicio como marcos, Mitre logra que las casi dos horas y media de Argentina, 1985 fluyan con elegancia, sin estridencias y con una complicidad conseguida con recursos nobles.

Algunos podrán decir que, yendo a lo seguro en materia de géneros clásicos y con los dólares de Amazon detrás, los desafíos de Mitre se allanaron respecto de cierta impronta más autoral y una factura más artesanal. Sin embargo, analizando la historia reciente del cine nacional, en la que sobran proyectos arriesgados a los que les cuesta conectar con el público, Argentina, 1985 surge como una auténtica rareza: una película hecha con plena concencia de sus objetivos, concebida con enorme profesionalismo, con ambiciones de llegada popular y sin por eso arriar jamás las banderas de la calidad: 140 minutos que se disfrutan como los cuentos bien narrados. Con sorpresas, miedo, risas y, finalmente, genuina emoción.