Aquel martes después de Navidad

Crítica de Aníbal Perotti - Cinemarama

Una película perfecta

Después de Ingmar Bergman, filmar la trivialidad de una escena de la vida conyugal es un desafío para cualquier cineasta. Radu Muntean logra revivir lo mejor de aquel cine con una película sutil, aguda y delicada que esboza la intimidad de un triángulo amoroso con un guión inquietante y una puesta en escena precisa y despojada de todo artificio. La película está estructurada en largos planos secuencia con cámara fija que reflejan de manera transparente la separación de un hombre y una mujer. El rigor del encuadre, la elegancia de los planos y la perfección de cada detalle no impiden que el espectador se sienta dentro de la vida de estas tres personas. La extensión de los planos profundiza la cercanía. El director es un voyeur discreto, casi ausente, que no toma partido ni eleva juicio moral. La película posee un realismo implacable que extrae verdadera emoción de los pequeños intersticios cotidianos.

La felicidad. Paul está casado con Adriana desde hace diez años, el hombre vive feliz con su esposa y su hija pero está enamorado de la joven Raluca. La historia trabaja sobre los matices de las distintas relaciones, lejos de cualquier estereotipo. Los tres son profesionales independientes y no tienen problemas económicos, la esposa no es un ogro y la amante no pide la separación. Paul asume todas las consecuencias de haber movido una pieza de la estructura familiar y busca en su brújula personal la manera de sostenerse dignamente. Su rostro impasible parece estar escondiendo algo y sus gestos muchas veces juegan un contrapunto con lo que dicen sus palabras. En la fascinante escena en la que las dos mujeres se encuentran accidentalmente en el consultorio de Raluca, en presencia del marido/amante y su hija, un largo plano secuencia registra la colisión espacio-temporal. Mientras la tensión crece, los amantes viven en silencio el aterrizaje forzoso en su intimidad. “El encuentro del tercer tipo me sacudió”, dirá más tarde a Raluca, señalando precisamente la dimensión sobrenatural de una escena donde, sin embargo, el realismo es tangible.

El desprecio. La melancolía excede al triángulo amoroso. La tristeza se dilata de escena a escena, desde la larga secuencia de apertura en la cama hasta el momento de la revelación, desde la languidez inicial hasta la tensión de las últimas imágenes. La fuerza emocional de la escena en la que el hombre le confiesa a su esposa que tiene una amante se potencia por la inusual duración de un plano sorprendente en el que la calma matrimonial da lugar a la sorpresa, la ira y el dolor. La segunda parte de la película se concentra en la pareja que se deshace, en el desasosiego agresivo de Adriana y en el remordimiento y la culpa de Paul. Los colores blancuzcos se extienden en la fotografía coincidiendo con los últimos sobresaltos de la pareja. La película fluye con la naturalidad que le confieren las encomiables interpretaciones, el trabajo actoral es clave para sostener en el tiempo los planos más cercanos. La puesta en escena logra una mezcla extraña entre la proximidad que generan los encuadres ceñidos a los cuerpos y el distanciamiento ejemplar que conduce al drama hacia una forma de reflexión. La innegable coherencia y el refinamiento narrativo confluyen en un desenlace extraordinario que confirma que Aquel martes después de Navidad es una película perfecta.