Aquarius

Crítica de Ignacio Andrés Amarillo - El Litoral

Doña Clara y sus dos batallas

El comienzo de “Aquarius” es una declaración de principios: se nos dice que es 1980, y vemos al personaje protagónico acompañado por sus hijos, su hermano y la novia de éste. Llegan a la playa en auto y escuchan “Another one bites the dust” de Queen. “¡Sacrilegio!”, gritarán algunos: las referencias musicales brasileñas vendrán (María Bethânia y Elis Regina entre los nombres; Gilberto Gil con su célebre “Toda menina bahiana”, Alcione y Roberto Carlos entre las escuchadas), pero ese golpe de cosmopolitismo rompe esquemas, como también el hecho de que ese flasback será el único de la cinta (hay un “subflashback”, cosas de la narrativa). Su función es plantear algunas características del personaje que condicionarán su vida posterior, y hasta establecer algún “linaje” (tía Lúcia) que determine su carácter posterior, pero eso es sólo un esbozo, un guiño al espectador.
Si nos adentramos así en el análisis es porque “Aquarius” es en buena medida una cinta de climas, de gestos, de silencios incómodos, de personajes definidos en su humanidad. Empezando por Clara, el personaje central de la historia, a quien como dijimos veremos ya en la madurez por el resto del metraje, en la piel de la mítica Sônia Braga. Clara es una viuda en sus 65 años, última moradora del edificio Aquarius, una vieja construcción frente a la playa de Boa Viagem, en la “zona rica” de Recife. Periodista retirada con un pasar tranquilo, autora de un libro sobre Heitor Villa-Lobos, vive sola, acompañada por su empleada doméstica y un sobrino más cercano que sus hijos. Su vida parece moverse entre la playa vecina y la música que la acompañó toda su vida, desde su gran colección de vinilos.
Sobreviviente
Pero Clara libra batallas en dos frentes. El “doméstico” (en el sentido militar) tiene que ver con el paso del tiempo: la soledad afectiva después de la larga viudez, la distancia con unos hijos que pueden llegar a reprocharle alguna ausencia por su dedicación profesional. Pero el paso del tiempo también es sobrevida: ya en 1980 nos enteramos de que se salvó de un cáncer, y en el presente vemos las secuelas que ella trata de que no se conviertan en un trauma. Porque todavía, quizás por esa supervivencia, es una mujer intensa que quiere gustar, que quiere seducir, que quiere bailar y brindar con sus amigos. En eso sí es muy brasileña y nordestina: en latitudes tropicales, “doña Clara” mantiene alejados los cuarteles de invierno.
Pero hay otro conflicto que también se vuelve doméstico, en un sentido más literal. La compañía constructora Bomfim (“buen fin”, valga toda la ironía) ha comprado todos los otros departamentos, con el objetivo de demoler la construcción y hacer un negocio inmobiliario a gran escala. Hasta ahora Clara ha logrado resistir los embates para que abandone su domicilio (en el que crió a sus hijos), incluso con ofertas tentadoras, un poco por simple negación. Pero la escalada se pondrá cada vez más caliente, involucrando aprietes de ex vecinos, chantaje emocional a través de su hija Ana Paula, usos indebidos de los inmuebles, y otras cosas que no contaremos para no deschavar la historia. Sólo contaremos que en otro gesto de ruptura, y sin perder los tiempos narrativos, habrá un cierto viraje al thriller, con la protagonista preparando su estrategia de contraataque.
El relato está dividido en tres partes: “El cabello de Clara”, “El amor de Clara” y “El cáncer de Clara”. Lo cual incluye su propio juego: no es que cada subtítulo determine necesariamente un momento específico, y las palabras abren la polisemia: no sólo en el amplio caso del amor, sino también en todo lo que puede ser un cáncer. El cabello en todo caso es un emblema: el pelo larguísimo de la heroína es tematizado a través del juego de rodetes y las infaltables hebillas; de sujetarlo y soltarlo. En ese manejo desdeñoso de su capital capilar, Clara esconde el trofeo de la victoria sobre la cruel enfermedad y su no menos cruento tratamiento.