Aprendiendo a volar

Crítica de Francisco Márquez - La Izquierda Diario

Esquivar el charco

Es imposible no ver la recientemente estrenada “Aprendiendo a volar” sin pensar en “Kes” (1969) de Ken Loach. En ésta, como en aquella, un niño reemplaza sus carencias afectivas en la figura de un pájaro, a quien cría de pequeño y lleva todas sus atenciones, hasta que por la responsabilidad (directa en uno, indirecta en otra) de un adulto, termina con la vida del animalito, único refugio del niño. Sin embargo y a pesar de la similitud de las historias, ambas expresan posicionamientos diferentes en torno a la realidad.

En la película del británico lo que está en primer plano es la dificultad de la niñez en un medio obrero, en un sistema que discursivamente aboga por la familia pero que cotidianamente le impide a gran parte de la población disponer del tiempo libre mínimo para mantenerla y conformarla. En la de Boudewijn Koole las carencias del niño, si bien tienen su trasfondo social, están dadas por la muerte repentina de su madre, una artista de música country que conformaba dúo con su esposo, quien no logró reponerse de la pérdida, y pasa su tiempo como trabajador de seguridad, bebiendo alcohol y maltratando a su hijo.

En “Kes” lo que lleva al hermano mayor del niño a maltratarlo es la alienación laboral, un sistema social opresivo que transforma a los hombres en máquinas. En “Aprendiendo a volar” lo que lleva al padre a maltratarlo es la incapacidad de asumir una pérdida. Da incluso la sensación que ser guardia de seguridad, no es el rebusque que el sistema le permitió, sino más bien un nuevo escalón del autoflagelo a la que se somete el padre del protagonista.

Si en “Kes” no hay lugar para la moraleja y la muerte del objeto del deseo es consecuencia de una situación social, en la película holandesa la muerte del pájaro es el aprendizaje que, según se evidencia en el final feliz, los personajes deben transitar para superar la ausencia de la mujer y poder llevar adelante una nueva vida.
“Aprendiendo a volar” cuenta con una joya que hace que ver la película se transforme por momentos en toda una experiencia: se trata de Rick Lens, el niño que interpreta a Jojo (el protagonista). Elegido de entre más de 300 chicos, su interpretación es cautivante. En una entrevista, el director cuenta que en el casting le preguntaba a los niños que harían si se cruzan con un charco ¿Rodearlo o cruzarlo? La mayoría de los niños elegían esquivarlo, Rick respondió muy seguro. “Yo lo cruzaría”. Es quizás este riesgo del que a veces adolece el film. Una historia poco novedosa y un posicionamiento poco interesante que parece apoyarse en muchos lugares comunes: padre que bebe, chicos que escupen a los autos a través del puente, música que sostiene los momentos emotivos y una puesta de cámara que si bien es correcta y bella, no parece tomar ningún riesgo. Como si la película no eligiese cruzar el charco junto a su actor y embarrarse profundamente en su drama, y eligiese esquivarlo contemplándolo y describiéndolo con belleza pero saliendo airoso y limpito de la experiencia.