Aprender a vivir

Crítica de Héctor Hochman - El rincón del cinéfilo

La narración esta ambientada casi a fines de la década del los ’70. Intenta ser una radiografía de la sociedad estadounidense de entonces, pero con ramificaciones hacia la actualidad, ubicándola espacialmente en los alrededores de Long Island, dentro del estado de Nueva York, en la gran manzana, el lugar al que todos deberían ir, o al menos visitar una vez, aunque para mi todavía funcione la italiana “ver Nápoles y después morir”.

El titulo original, producción de 2008, es “Lymelife”, y hace referencia, y no es casual, como casi nada lo es dentro del arte, especialmente el cinematográfico, a una enfermedad descripta por primera vez a mediados de esa década y cuyo agente transmisor es una garrapata.

Entonces, y partir de estas premisas, tenemos varios tipos de lecturas sobre el texto. En principio, la garrapata es un parasito externo “chupasangre”, sin ser vampiro, que ataca a los animales de sangre caliente, principalmente a los venados y ciervos, mamíferos que abundan en los alrededores en donde transcurren las acciones. El agente transmisor luego de succionar la sangre de su “anfitrión” se despega y busca otra victima. Si pica a un humano, éste podría enfermarse. El punto importante respecto de esto es que produce la enfermedad. En principio debe decirse que es muy difícil de diagnosticar ya que imita síntomas de muchas otras enfermedades. En relación del filme también debería tomarse como una metáfora, o sea que la situación actual del mundo, o a lo sumo de la madre patria, tiene al menos un punto de origen o varios, ninguno se sobreentiende, por generación espontánea.

El relato se centra en dos familias en apariencia disfuncionales. Por un lado tenemos a los Barttlet, cuyo jefe de familia, Mickey (Alec Baldwin), es un exitoso empresario, casado con la bella Brenda (Jill Hennessy), padres de dos hijos, el mayor, Jimmy (Kieran Culkin), es miembro del ejercito yankee, regresa de visita a la casa familiar antes de embarcarse hacia el frente de batalla, en lo que se constituiría en uno de los fallidos más importantes del filme. Ya que ese frente esta mencionado como las “Falkland Islands”, pero por estos lares sabemos que esto sucede a principios de la década del ‘80 y no los ’70, y si a ello le sumamos que los personajes un rato antes están viendo por televisión imágenes de la toma de la embajada yankee en Irán, ocurrida varios años antes, en 1972 exactamente, la confusión es completa.

Dejando de lado estas nimiedades, digamos que Scott (Rory Culkin), hermano menor de Jimmy, es el verdadero protagonista de la historia, pues todo transcurre alrededor de él. El punto de vista elegido para narrarla es él y como debe ser, aunque intente demostrar lo contrario, esta producción termina siendo de formula desde el guión y, por supuesto, en su aplicación como lenguaje visual.

Scott es un quinceañero que esta por aprender que todo aquello que creía en su mundo infantil desaparecerá de un plumazo. En este crecer de golpe estará acompañado por Adrianna Bragg (Emma Roberts), la vecinita que lo tiene loco de amor desde hace algún tiempo. Ella es la hija de Melissa (Cynthia Nixon), quien es además la empleada y amante de Mickey, el padre de Scott. Por último tenemos a Charlie Bragg (Timothy Hutton), padre de Adrianna, que es quien padece la enfermedad que da nombre al filme en ingles.

Todo esto son verdades sabidas y ocultadas por todos, las que Scott las ira descubriendo de a poco, al mismo tiempo se ira descubriendo como va dejando atrás ese mundo infantil en el cual se sentía protegido y seguro, lejos de la hipocresía que realmente lo circunda.

En este develar secretos aparece una escena que hasta podría justificar toda la realización, al igual que en el filme “Heat” (1995), una escena que se podría decir es para alquilar balcones (aquella era protagonizada por Al Pacino y Robert de Niro), que aquí tiene por locación un bar y esta protagonizada por Hutton y Baldwin que no tiene desperdicio.

El problema principal de la producción es que intenta abarcar más de lo que puede resolver, se queda en intenciones. Las subtramas por momentos cobran más importancia que la trama principal, y eso va diluyendo el interés del espectador.

No tiene otro elemento de valía, sólo las intenciones del discurso, ya que desde los otros elementos constitutivos de un filme también respetan la formula, no hay búsqueda estéticas, ni un gran trabajo de escenografía y vestuario, una correcta fotografía y una banda de sonido, especialmente la música que sólo intenta dar cuenta del tiempo de la narración, no del tiempo narrativo, valga la aclaración. Si como quedo dicho anteriormente lo que se despega de la mediocridad general del filme son sus actuaciones.