Aprender a vivir

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

La comedia de la vida.

Un fantasma recorre a modo de postulado el mundo de las comedias independientes americanas: todos nos volvemos locos. Tarde o temprano lo que consideramos la realidad muestra las costuras y lo que está debajo hace su aparición, no siempre en los mejores términos imaginables. En verdad no se trata tanto de un fantasma como de una convicción bien tangible y contundente. Si la comedia de corte tradicional se construye sobre una falta, un vacío en cuyos vértices se afanan los personajes -para intentar saldarlo y volver las cosas a su sitio-, las humorísticas sagas familiares del cine indie parecen operar con la conciencia de un mundo ya estallado sin remedio y esparcido en pedazos por el jardín.

El señor Bragg (Timothy Hutton) tiene una enfermedad llamada “de Lyme”, no se sabe bien a cuento de qué, pero el caso es que cada tanto le dan arteros ataques que lo dejan knock out, con dolores de cabeza, falta de fuerza y visiones que parecen producto de la fiebre. Como se ha convertido en una especie de estropajo simpático, metido siempre en el microclima de sus padecimientos, sin ocupación redituable ni iniciativa alguna, esa aparenta ser la explicación más sencilla de por qué su hogar se desmorona y, también, la superficie espejada sobre la que reposa la película. Igual que el buen señor Bragg -como si su mal irradiara un círculo que parece abarcar una porción más de territorio en cada escena- el personaje principial, un adolescente llamado Scott (Rory Culkin, cuya figura parece salida de una película de Gus Van Sant) accede a un nivel diferente de conciencia mientras ingresa trabajosamente al universo de la adultez, que resulta ser también el del dolor y el desconcierto. Un travelling realizado con la cámara metida en una auto que va recorriendo las fachadas anónimas de las casas de un barrio suburbano –procedimiento y locación típica del cine independiente– marca, a los pocos segundos del comienzo, el trazo fugaz de un punto de vista mediante el cual lo cotidiano se convierte en una mascarada melancólica.

Pero lo que más que nada importa acá es una zona intermedia, una tierra incógnita con la que la película consigue cargarse de una extrañeza aterradoramente cómica. El director recurre al clisé con el que el chico transita sus días para volverlo una marca autoral en la que la conciencia se revela como la verdadera arma secreta de la película. Scott está enamorado de la hija de Bragg (Emma Roberts, un rostro de muñeca desbordante de sabiduría), que es un año mayor que él; por otro lado su padre (Alec Baldwin) tiene amoríos con la señora Bragg (Cynthia Nixon) , es decir la madre de la chica, con quien comparte un disparatado trabajo relacionado con los bienes raíces. Los afectos cruzados de Aprender a vivir tienden una graciosa red de endogamia que encuentra ramificaciones incluso en la disposición espacial de las acciones: todo parece formar parte del mismo terreno en la película. Los dos adolescentes están en una fiesta escolar y el siguiente plano los encuentra en la habitación de la chica tomando de una botella robada con los trajes de etiqueta puestos. Del mismo modo, los amantes clandestinos se retiran sigilosamente de la reunión para ir a revolcarse un ratito. Pocas veces la sensación de pueblo chico consiguió ser expresada de manera tan precisa y discreta a la vez.

Como si se moviera siguiendo los compases de una música subterránea (que hay que descubrir gozosamente, apoyando el oído en la tierra para que no se escape ni una nota), la película presenta a sus personajes como seres desvalidos, conmovedoramente empeñados en la supervivencia en medio de un cataclismo. A fin de cuentas, la película parece un tratado sobre las distintas formas de la infelicidad, como si la desdicha fuera la norma que hay que romper para obtener abruptos, breves puntos de fuga. Con sus modales un poco torpes, articulados sobre una gris retahíla de eventos parroquiales –cenas familiares, barbacoas, fiestas de pueblo, primer porro, primer polvo– la película exhibe una rara vitalidad, ligeramente teñida de desencanto, mientras el cinismo se mantiene a la distancia, como un espectador al que en esta oportunidad dejaron fuera del convite.