Animal

Crítica de Alejandro Castañeda - El Día

Es una película incómoda. No da respiro. El espectador sufre a la par de Antonio, ese ejemplar padre de familia que de golpe debe enfrentar una situación límite: está a la espera de un trasplante de riñón. Cómo ve que sus fuerzas desfallecen y que el dichoso riñón no aparece, decide comprar uno. Y transa con una pareja marginal que sólo quiere hacerse de una buena casa. Ese será el punto de partida de esta implacable meditación sobre el egoísmo. Hasta el más civilizado de los mortales, nos dice, se puede transformar en un animal cuando su lucha personal es lo único que importa. Un film oscuro que va transitando por un camino donde todos los valores morales son puestos en lista de espera. Para poder comprar ese riñón la familia deberá entregar la casa y todos sus ahorros. ¿Qué hacer? Los personajes empiezan a sufrir como Antonio: el hijo quiere ser donante, pero tiene miedo; Susana, la mujer, lo acusa (muy buena la escena en el auto) de poner su enfermedad por encima de su familia; Elías, el donante, un tipo marginal, también duda. El egoísmo ocupa todo. La novia de Elías hace lo que no debe para asegurarse que su novio vaya al quirófano; el cirujano ayuda a punta de pistola, mientras la enfermera en pleno quirófano le pide un aumento salarial. Y Antonio, que desató esta locura, pasará por encima de todos con tal de obtener lo que tanto busca.

“¿Por qué me pasó a esto a mí, que soy una buena persona?” se pregunta Antonio más de una vez. Pero no culpa la fatalidad. Desde su furia dispara los dardos envenenados ante un prójimo implacable y desventurado. Y allí el riñón pasará a ser el símbolo apetecido de tanto insensible que con tal de alcanzar sus fines no mide los medios que pone en juego. Un film demoledor, recargado, donde nada ni nadie se salva. Un largo desfile de hechos dolorosos, con la extorsión y la codicia jugando su parte. Está bien hecho, no hay fallas en la actuación ni en la puesta, pero molestan algunos subrayados: una música recargada y el exagerado contraste entre el paraíso de ese hogar modelo y la miserable sobrevida que se da en un conventillo donde todos parecen necesitar alguna forma de trasplante. El plano final, con un Antonio solo y satisfecho y todos sus vínculos en lista de espera, suena como la ofrenda cínica de un jefe de familia perfecto que para poder comprar un riñón vendió su alma.

El espectador sufre a la par de Antonio, ejemplar padre de familia, frente a una situación límite.