Amsterdam

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

Entre sombras y a la espera

La película ofrece un retrato visual de los años ’30 impactante y sombrío, con nazis norteamericanos que tejen alianzas y aguardan su hora.

Guste más o guste menos, el director David O. Russell tiene una filmografía de rasgos distintivos, con personajes delirantes (interpretados por una galería notable, que siempre le acompaña), que delinean una obra a veces de rasgos sobresalientes (como en I Heart Huckabees y American Hustle) y otras tantas sobrevalorados (como quizás sucede con El lado luminoso de la vida). De todos modos, su puesta en escena llama siempre la atención, hamacada entre el retrato “serio” y un abordaje cuidadosamente caótico, según sea el caso.

De esta manera puede pensarse Ámsterdam, su más reciente producción, estelarizada por un elenco impagable y personajes estrafalarios, situada en los años ’30 y en el medio de un incontenible florecimiento nazi-fascista durante el gobierno de Roosevelt. Así las cosas, el film articula la amistad entre dos veteranos de guerra que se ven envueltos en una conspiración cuyas garras asoman. Uno de ellos, Burt (Christian Bale), es médico, le falta un ojo, tiene serios problemas de espalda, y ayuda a quienes padecen horrores parecidos; pero también sufre el desconcierto de un amor no correspondido, por el que fue a la mismísima guerra con tal de probar gallardía y ser aceptado en el cenáculo social de la amada. Por otra parte, Harold (John David Washington) es el soldado negro que en el frente debió usar uniforme francés ante la vergüenza de la propia milicia, blanca y estadounidense. Los dos están atados por un pacto de cuidado mutuo, el que es médico no sabe nada de armas, el que sabe disparar no sabe nada de cuidados médicos.

Ambos coinciden en una sala de emergencias, al cuidado de Valerie (Margot Robbie), una enfermera que almacena las balas extraídas de los cuerpos a la manera de un botín. Entre los tres, el equipo parece estar completo. Pero esto no es más que uno de los capítulos, por así decir, del entramado argumental de Ámsterdam. La situación que dispara el asunto para explicar el quién es quién de sus personajes, tiene que ver con una muerte sospechosa –la del militar con quien sirvieron durante la guerra– y un crimen consecuente: parece que hay intereses detrás de estas muertes y los dos amigos van a tener que correr por sus vidas.

De manera simétrica, el dúo protagonista tendrá que vérselas con otras parejas igualmente rocambolescas. Por un lado, la que protagonizan los dos policías (Matthias Schoenaerts y un estupendo Alessandro Nivola, cuya estupidez no tiene rival), y por el otro, la dupla de espionaje que conforman el norteamericano Henry (Michael Shannon) y el inglés Paul (Mike Myers): a propósito, qué gusto volver a ver a Myers en pantalla, con una gestualidad precisa y refinada, a la par del temperamental Shannon; entre los dos construyen algunos de los mejores pasos de comedia de la película.

El director David Rusell.
Ahora bien, la comedia en cuestión se esboza de a poco y desde un tono que nunca desborda. La construcción del argumento, su puesta en juego disparatada, tiene mucho de comedia de enredos pero nada de slapstick. De este modo, Ámsterdam encuentra un tono inteligentemente sobrio y esto puede dejar un tanto desconcertado a más de uno; es decir, se trata de una notable recreación de época –prestar especial atención a la dirección fotográfica del maestro Emmanuel Lubezki– que sin embargo adquiere matices raros, de personajes que no están del todo en sus cabales porque, sencillamente, habitan en un mundo todavía más demente.

Y esto es algo que bien puede rastrearse en la filmografía del director, cuyos personajes alterados deben lograr convivir en un entorno que procura normalizarlos, aun cuando sean ellos, justamente, los que pueden ver de otras y mejores maneras lo que sucede. De hecho, es gracias a la afinidad entre Burt, Valerie y Harold, que el mundo tiene todavía salvación. Porque es en virtud de las pesquisas desgarbadas del trío que el signo gráfico que cifra un misterio –hay un “Grupo de los 5” dando vueltas por allí, a la manera de un folletín pulp– será revelado y de alguna manera anunciado: hay otra guerra en camino. Desde ya, ello no equivale a ser escuchados.

La lección que enseñan estos tres no es de carácter pretérito, sino que entreteje cuestiones bien actuales, entre ellas y de manera astutamente “ingenua”, la película expone la confabulación que desde las sombras llevan adelante importantes empresas norteamericanas. El objetivo se expone claro, el film así lo dice y sin vueltas: todo sea por obtener más riquezas. La complicidad entre éstas y el fascismo es tácita, y Ámsterdam la subraya a partir del encastre argumental que supone el General Dillenbeck (Robert De Niro), cuya retórica patriótica es pasible de ser utilizada para fines diversos. En este sentido, una presentación teatral, con discurso moralizante y fondos non-sanctos, enfrentará a todas las partes en busca del desenlace.

Pero más allá del resultado y tal como el film sintetiza, habría que ser ciegos para no ver la esvástica que la clase alta dibuja en sus jardines de palacio.