Amsterdam

Crítica de Ezequiel Boetti - Página 12

"Amsterdam", de la comedia policial al alegato político.

El elenco multiestelar señala las intenciones de una película pensada para llevarse premios, tanto que deja sus costuras demasiado a la vista.

En un contexto donde el álbum del Mundial es un asunto de estado, como demostró la reunión de hace un par de semanas entre parte del Gabinete nacional y representantes de la empresa Panini, llega la cartelera comercial Ámsterdam, una película a la que, si algo no le falta, son figuritas. Las tiene de todo tipo, desde los oscarizados Christian Bale, Margot Robbie y Rami Malek hasta otras afincadas en el ideario millennial como Anya Taylor-Joy y Taylor Swift, pasando por el legendario Robert De Niro, que sería la figu dorada.

Es cierto que a lo largo de toda su obra el realizador David O. Russell (El ganador, El lado luminoso de la vida y Escándalo americano) siempre formó elencos de fuste. Tan cierto como que, durante el último lustro, las reuniones de estrellas de fuste se dan solo en películas que dicen algo sobre el mundo contemporáneo, como demostró el año pasado No miren arriba y su marquesina encabezada por, entre otros, Leo DiCaprio, Jennifer Lawrence, Meryl Streep, Cate Blanchett y Jonah Hill.

Si la película de Adam McKay era una sátira política bastante obvia sobre la mediatización de la política partidaria en la que resonaban los ecos de la Administración Trump, lo que dice, lo que grita Ámsterdam es lo mismo que surge de ojear cualquier portal informativo: guarda con los poderosos, cuidadito con quienes, en nombre del republicanismo y con muy buenos modales y formas, se quieren llevar puesto el sistema democrático para establecer un “Nuevo Orden”. Desde ya que no tiene nada de malo que una película establezca un punto de vista sobre la coyuntura. El problema es cuando ese deseo de opinar no es consecuencia de un camino narrativo previo, sino un conejo que se saca de la galera para darse ínfulas de importancia, tal como ocurre con Ámsterdam.

pasó a bordo de ese barco. Justo cuando esa mujer está a punto de contarles quiénes y por qué querrían asesinarlo, un hombre la empuja bajo las ruedas de un auto. ¿A quiénes señalan los testigos? Pues a Burt y Harold, al loco y al negro, quienes deberán, mientras rastrean las huellas de los crímenes, probar que son inocentes.

Un flashback retrotrae la acción hasta la Primera Guerra, donde ellos compartieron trincheras, la habitación de un hospital holandés y, durante varios meses, una hermosa amistad –y amor, en el caso de Harold– con la enfermera Valerie (Robbie). Enfermera que un día, de buenas a primeras, se evaporó sin dejar rastros. Tres criaturas muy distintas que se eligen como familia: un tópico recurrente en la filmografía de un director que ha hecho de los lazos humanos –los sanguíneos, pero también los generados por afinidades comunes– una de sus recurrencias.

Menuda sorpresa se llevan Burt y Harold cuando, siguiendo las pistas, llegan hasta un millonario (Malek) cuya hermana no es otra que Valerie. Ámsterdam se quiebra con el reencuentro: lo que hasta allí era una comedia policial de enredos sobre dos descastados intentando evitar la cárcel con la crisis de 1930 como marco, empieza a mutar hacia hacía el alegato político a raíz de una conspiración que involucra distintos sectores de lo que un ala del progresismo argento llamaría “poder real”. Los créditos, que comparan un discurso ficticio con el original, coronan una película pensada como alerta.