Amour

Crítica de Luciano Monteagudo - Página 12

Un réquiem oscuro e invernal

Haneke filma el sufrimiento: nada más que eso, pero tampoco nada menos. La presencia de Trintignant y Emmanuelle Riva le da a Amour una densidad adicional a un tema ya de por sí grave, doloroso, que el director aborda con su rigor habitual.

Obra decididamente oscura, invernal, suerte de réquiem sobre un matrimonio de profesores de música que debe enfrentar la realidad de la enfermedad y la muerte cercana, Amour es quizás –a pesar de su tremenda exigencia emocional– el film más llano, más accesible de Michael Haneke. Que esa pareja, a su vez, esté interpretada por dos auténticas leyendas del cine francés, como Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle Riva, le da al film una densidad adicional a un tema ya de por sí grave, doloroso, que el gran director de La cinta blanca aborda con su rigor habitual, sin conceder nada al sentimentalismo o la nostalgia.

Después de los títulos iniciales –secos, sobre fondo negro, sin música ni sonido alguno–, el silencio se rompe de pronto brutalmente, con un estruendo. Los bomberos entran por la fuerza a un departamento de París, que parece vacío, pero en el que esa acción no puede sino significar un final trágico. A partir de ese momento, el film de Haneke recupera poco a poco los últimos meses de ese hombre y esa mujer en quienes se adivina –detrás de cada pequeño gesto, detrás de cada rutina cotidiana– toda una vida de amor y de profunda comprensión. Un concierto de uno de sus antiguos alumnos en el Théâtre des Champs-Elysées, la vuelta a casa en el ómnibus, una copa después de la cena, la lectura de un libro que uno recomienda al otro, todo da cuenta de una rara armonía, que no necesita de demasiadas palabras, como si con unas sonrisas apenas les fuera suficiente para entenderse.

Esa misma noche, sin embargo, mientras Georges ya duerme, la cámara muestra a Anna despierta, como ausente. A la mañana, durante el desayuno, será peor: por unos minutos, Anna pierde la conciencia de sí misma. Y una sabia elipsis narrativa evita información innecesaria: para cuando ambos regresen a ese departamento cargado de memorias, se sabrá que Anna sufrió un accidente cerebrovascular y que vuelve a casa en silla de ruedas, con parte de su cuerpo paralizado. Y ese amor que se profesan será puesto a prueba más que nunca en sus vidas.

Film de cámara en un sentido estricto, Amour prácticamente no sale de ese único escenario y tiene casi como únicos personajes a esta pareja que ha sabido preservar no solamente su afecto, sino también su intimidad, al punto que hasta el par de visitas apenas que les hace su hija (Isabelle Huppert, en su nueva incursión en el cine de Haneke después de La pianista, aquí casi como una aparición especial) parece una intrusión. Anna le ha hecho prometer a Georges que no la volvería a hospitalizar y Georges, con sus propios males a cuestas, logra ir ocupándose de todo, convirtiendo al dormitorio en el santuario en el que guardará los últimos días de Anna.

Tal como ha declarado el propio director, Haneke nunca escribe o filma una película para probar algo. A pesar del espesor de su obra, que puede hacer pensar lo contrario, el de Haneke no es un cine de tesis sino, por el contrario, abierto a múltiples interpretaciones, como lo demuestran tanto Caché como La cinta blanca, donde era imposible hacer una lectura unívoca de sus respectivos relatos. Pero con la excepción de una escena tan prosaica como misteriosa y elusiva (cuando Georges persigue en la soledad de su departamento a una paloma que se le ha metido por una ventana), Amour es un film muy simple y transparente en su formulación. Haneke filma el sufrimiento: nada más que eso, pero tampoco nada menos.

Para ello, en términos dramáticos, elige concentrarse –refugiarse, se diría– en el departamento de la pareja, del que la película (salvo al comienzo) casi no sale, como para evitar cualquier atisbo de distracción. Lo importante, lo esencial es lo que sucede allí dentro, no lo que pueda provenir de afuera, que es percibido como una agresión (como esa siniestra enfermera de la que Georges no puede sino deshacerse con furia). De hecho, el departamento –un poco como el de Grupo de familia, de Luchino Visconti– es casi un personaje en sí mismo, con sus paredes cubiertas de cuadros, libros y partituras, con ese piano mudo que ya nadie toca, como si toda esa cultura fuera la de la vieja Europa que se apaga.

A esos ecos –en donde Amour viene a entroncarse conscientemente en una tradición de cine europeo capaz de reflexionar sobre sí misma– se suma también la extraordinaria pareja de actores que consiguió Haneke. Como los grandes intérpretes que son, Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle Riva encarnan magníficamente a sus personajes. La mirada cada vez más tenue, más ida de Anna y la fragilidad física de Georges (inversamente proporcional a su indignación ante lo inevitable de la degradación física de su mujer y la suya propia) no podrían haber encontrado personificaciones mejores.

Al mismo tiempo, la propia leyenda de Trintignant y de Riva le agrega otra capa de sentido al film, porque tanto él como ella forman parte de esa cultura que se desvanece y a la que han contribuido con films notables, incorporados a la memoria colectiva de varias generaciones de espectadores. Ellos son, a la vez, los personajes de Amour y los actores que con su propia, inminente desaparición física dejarán un vacío en la historia del cine. Film valiente, pero nunca cruel, a la manera de algunas de las películas anteriores del director (Nanni Moretti alguna vez declaró haberse sentido “violado” con Funny Games), Amour se asoma al abismo de la vejez y la muerte con los ojos bien abiertos.