Amour

Crítica de Fernando López - La Nación

Nada de eso merece ser mostrado", le dice Georges (Jean-Louis Trintignant) a su hija Eva (Isabelle Huppert), después de haberle detallado, haciendo hincapié en las escenas más ingratas y penosas, la dura rutina cotidiana que se vive en el elegante piso familiar desde que Anne (Emmanuelle Riva), esposa de uno y madre de la otra, sufrió dos serios accidentes vasculares y dio comienzo al proceso de deterioro que le paralizó medio cuerpo y le ha ido alterando otras funciones corporales y cerebrales hasta impedirle todo movimiento (aun en silla de ruedas) y reducirle la expresión a unos pocos quejidos incomprensibles o gemidos desgarradores. ¿Hace falta mostrar el doloroso espectáculo de ver agonizar a un ser querido y de certificar que nada puede hacerse para acudir en su ayuda? La misma pregunta puede hacérsela el espectador, y ya que Michael Haneke la explicita en el difícil diálogo entre padre e hija, cabe entender que también él se la ha formulado a sí mismo. Cada uno podrá responderla según su propia sensibilidad, su experiencia de vida (no serán pocos los espectadores que habrán vivido situaciones como ésa) y también según la etapa de la vida en que se encuentre. Haneke tiene el coraje suficiente para afrontarla, para asomarse a los abismos extremos a los que el ser humano no sólo está expuesto sino al único del que tiene certeza desde que nace. Y de hacerlo con esa implacable, rigurosa meticulosidad que ha aplicado otras veces para denunciar a un sistema social hipócrita. Pero sobre todo para hablar aquí del amor cuando es sometido a las más duras pruebas. O quizá más todavía: para preguntarse si no es en esas circunstancias -las más dolorosas- donde es posible percibir con mayor claridad la verdadera esencia del amor.

Anne y George (ambos han superado los ochenta) pasaron juntos décadas de armónica convivencia, se aman, han compartido -lo siguen haciendo- la felicidad de disfrutar juntos del arte que se dedican a enseñar (son profesores de música ya retirados) y saben deleitarse lo mismo con la pintura, la literatura, con la belleza en general, no importa dónde ella se manifieste. No le hacen falta a Haneke palabras para definir a sus personajes ni para saber de sus aficiones, de sus gustos y de su historia: los muebles, el piano, los sillones, los cortinados, los libros, los objetos del piso que habitan -y habitan también los espectadores, porque rara vez ha terminado siendo tan familiar un escenario como éste en el que transcurre prácticamente toda la película- lo dicen todo de ellos. Haneke es un maestro de la puesta en escena, y lo es en tal medida que la paloma que un par de veces se cuela por unas ventana resulta una presencia intrusa tan inoportuna y chocante como los elementos que hablan de enfermedad y medicina.

Un film que habla de la vida cuando se va, de la muerte cuando llega, del amor que perdura hasta el final no puede sino ser triste, crudo y perturbador, aunque Haneke lo aborda con un pudor que no disimula los momentos más desgarradores, pero tampoco admite las lágrimas ni las apelaciones emotivas. La escena que podría considerarse más cruel es también probablemente el mayor acto de amor que el compasivo y sacrificado marido ofrece a la que es, hasta el último momento, la mujer de su vida.

Indispensables. No hay otra palabra para calificar a Riva y Trintignant. No habría Amour sin ellos, que quedarán grabados en la memoria tanto como Huppert en el más breve pero fundamental papel de la hija. Y como todo en este film, que, nos guste o no, deja sedimento y perdura en el espectador mucho más allá del fin de la proyección