Amour

Crítica de Fernando G. Varea - Espacio Cine

El lado oscuro de la vida

La enfermedad, la vejez, el sufrimiento, la muerte ¿cómo mostrarlos? ¿para qué mostrarlos? ¿qué hacer con ellos cuando es necesario abordarlos en una película? Preguntas que han inquietado a teóricos y estudiosos en distintas épocas y que reaparecen ante el nuevo largometraje de Michael Haneke (1942, Münich, Alemania), en el que el amor de una pareja anciana sufre una dura prueba: por un problema de salud, las capacidades de la mujer para comunicarse y movilizarse comienzan a limitarse cada vez más, poniendo en juego la tolerancia y los sentimientos del marido.
La forma elegida por Haneke para exponer este cuadro de situación recuerda la idea de “cine moderno” de la que habló Serge Daney, por aquello de la crueldad como rechazo a la ilustración académica y al sentimentalismo hipócrita. Casi sin exteriores, concentrada en los detalles que hacen a la cotidianidad de este matrimonio en el enorme departamento que habitan, Amour puede ser vista –no obstante su marcado naturalismo– como una abstracción o una pesadilla. En este sentido, el ensimismamiento contribuye pertinentemente a su tono perturbador. El objetivo del director, un poco como en películas anteriores (Funny games, La profesora de piano, Caché), parece ser sacudir al espectador, incomodarlo, desmoralizarlo.
Algunos sostienen que Amour permite descubrir un Haneke más tierno, y es cierto que, sobre todo en los primeros tramos, delinea con sutileza el cariño intenso entre George y Anne. Pero su visión es, de todos modos, inclemente. Y, a medida que progresa el deterioro de la mujer enferma, la película va internándose en una espiral de tristeza, como si se complaciera angustiando al espectador.
Uno puede preguntarse, por ejemplo, por qué nunca George y Anne se dan un beso, o por qué el abatimiento de él no se manifiesta con algún grito destemplado o una señal de rebeldía. O, del mismo modo, por qué no puede haber un televisor encendido o un signo de vitalidad (música, risas) asomando desde una ventana. Y es que el retrato del dolor que propone Haneke termina teniendo mucho de pose, adornado con modales burgueses, exquisitos cuadros y música de Schubert.
Anne conmueve cuando dice, de pronto, “Es hermosa la vida, tan larga”, pero no todo lo que conversan los personajes tiene esa concisión dramática: se habla mucho en Amour, y, salvo alguna solución interesante (los planos fijos del departamento silencioso y en penumbras tras las primeras manifestaciones de la enfermedad), lo que se ve y se escucha es siempre seco, impasible, cortante. La casi ausencia de la hija concertista (Isabelle Huppert) y del resto de la familia responden a esa idea preconcebida de espacio clausurado, arbitrariamente cerrado a demostraciones de afecto o de apoyo.
Como sucede en casos similares, el prestigio del director, los elogios de la crítica y premios varios (incluso en Cannes y en Hollywood, algo así como el sueño de todo cineasta ambicioso) van bloqueando los reproches que pueden hacérsele a esta película que, en realidad, no es tan sensible y honesta como parece.
“La vida es difícil y seria, no es caminar por un parque” declaró Haneke, lo que se corresponde, seguramente, con los comentarios que se oirán a la salida de cada función: “Es la realidad”. Habría que recordarle al realizador que el paseo por un parque también forma parte de la realidad de todos los días.
Además ¿cuál es su aporte? ¿por qué esta invitación a rendirse, sin más, ante la tristeza? Maestros como Akira Kurosawa, Ingmar Bergman y Andrei Tarkovski han hecho de personajes que sufren una grave enfermedad motivos de reflexiones ricas, verdaderamente profundas sobre la vida y la muerte. Madre e hijo (1997, Aleksandr Sokurov) es otra demostración de que frente una situación de este tipo (en ese caso era un hijo ante su madre moribunda) se puede ir más allá del simple regodeo en el dolor, explorando posibilidades dramáticas, plásticas y poéticas. A todos los espectadores que tengan o hayan tenido un ser querido con padecimientos similares a los de Anne (incluyendo quien esto escribe), Haneke los enfrenta con la experiencia que ya sufren o sufrieron en carne propia, sin calidez ni piedad.
Finalmente, el guión, escrito por Haneke, agrega un hecho que sería desatinado adelantar, indudablemente tramposo. La repercusión del film no sería la misma sin ese acto caprichoso, sin ese golpe de efecto. La misma inquietud (el deseo de la muerte de alguien para terminar con sufrimientos propios y ajenos) se podría plantear de una manera más delicada y responsable, como lo hizo, por ejemplo, Gianni Amelio en una escena de Le chiavi di casa (2004, Gianni Amelio) que puede apreciarse aquí.
Tampoco Amour daría tanto que hablar si sus protagonistas fueran desconocidos: la presencia de Jean-Louis Trintignant (Un hombre y una mujer, Z, El conformista) y Emmanuelle Riva (Hiroshima mon amour, Kapo, Blue) –más allá del indudable oficio y entrega de ambos a sus personajes– genera la morbosidad de ver a dos legendarios intérpretes exponiendo ante cámara su propia decadencia física. La actriz, sobre todo, a sus 85 años debe atravesar momentos algo humillantes, como un ligero desnudo (su Anne parece el personaje de Norma Aleandro en El hijo de la novia pasado por la hiel de Jorge Polaco).
Riva era, precisamente, quien encarnaba en Kapo (1960, Gillo Pontecorvo) a la prisionera que moría electrificada en una escena registrada con un travelling repudiado por Jacques Rivette: provocadoramente –o despreocupadamente–, cincuenta años después Haneke utiliza a la actriz en una experiencia cercana a cierto tipo de abyección.