Amour

Crítica de Federico Rubini - Cinematografobia

LA LARGA VIDA
Los monstruos hermosos

¿Qué decir, a esta altura, de un cineasta como Haneke? Hay realizadores que logran generar un estilo claro, una estética- con todo lo que engloba la palabra- muy reconocible, muy única, muy personal. Así, directores como Almodóvar, Tarantino o Anderson, Reygadas o Ceylan, por citar ejemplos de todos los ámbitos del cine, son personalidades que han sabido crear un mundo propio, un universo sustentado mediante sus películas- una suerte de intertextualidad en la que los films entablan diálogos entre ellos mismos, generando así un sistema de coordenadas visuales y sonoras claramente reconocibles. Películas que son causa y consecuencia de ese mundo, de ese entramado, películas que hablan de ese mundo y a su vez forman parte de él. Haneke bien podría ser parte de esa clasificación o no. De hecho, Haneke es parte de esa clasificación y no lo es, pero al mismo tiempo. Esa simultaneidad es un desprendimiento de un hecho: Haneke es inclasificable. Y si con su vasta filmografía hasta el momento no bastaba para realizar esa afirmación, en el 2012 el director nacido en Munich estrenó la película Amour, crudo relato sobre la íntima vida de un matrimonio octogenario, Georges y Anne, otrora profesores de música, ahora jubilados.

Dos actores legendarios: Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle Riva.

Haneke opta en Amour por un método muy claro, trazando así un paralelismo narrativo formal que se repetirá a lo largo de todo el film: la lenta degradación de Anne es acompañada por un progresivo aislamiento de ambos personajes, cada vez más encerrados, cada vez menos afuera y más adentro, y lo mismo sucede con el emplazamiento de la cámara. Es así que luego de la escena inicial- un plano secuencia que funciona como contrapunto y cuestionamiento del título que se sucede furioso en la pantalla-, asistimos a dos escenas, ambas partes de la misma secuencia, que conforman una puesta en abismo notable que distancia a Amour de cualquier clasicismo. Un teatro, butacas, gente que nos mira expectante, que mira más alla de nuestros ojos, o más acá, al espacio anterior- a la pantalla que nos encuadra en nuestra propia representación. Luego, el detrás de escena, los saludos, las sonrisas y las felicitaciones exageradas. Y así, sin más espacios, en una continuación de interiores, Haneke ubica su cámara dentro del departamento de Georges y Anne, en donde permanecerá hasta el fin del metraje, incluso respetando una unidad circular, iniciando con ambos personajes entrando a la casa y quitándose los zapatos y finalizando con los mismos personajes y las mismas acciones pero en sentido contrario, un ciclo descrito y enmarcado entre ese entrar y ese salir tratados de idéntica manera.
Rápidamente conocemos, ya sea a través de paneos, cámara en mano o tomas fijas, los distintos ambientes de esta casa que conformará el lugar de la representación: el hall, la cocina-comedor, el living, la habitación y el baño. La intermitencia de estos espacios estará unida a Anne: a medida que avanza el film, a medida que continúa la degradación de la protagonista, las acciones se concentran, los escenarios se comprimen. Es así que, por ejemplo, los almuerzos que comienzan siendo en la cocina-comedor luego serán exclusivamente en la habitación, y este aislamiento dentro de la casa es representativo del que poseen ambos protagonistas (Anne por su enfermedad, Georges por decisión propia, por intento, por amor) para con el otro, el afuera. Un afuera que a su vez se introduce en esta casa, y es representado en el personaje de su hija, Eva. Las visitas de la misma tendrán así un contacto cada vez menor con su madre, quien estará cada vez más aislada en su habitación, cada vez más privada. El eje que presenta su clímax en la escena en la que Eva tiene que literalmente forzar la puerta del dormitorio para poder acceder a verla, y a su vez culmina con el total encierro de Anne al finalizar el film: las puertas cerradas, los marcos encintados, los trapos privando cualquier tipo de filtración, cualquier contacto, cualquier intento de violación por parte del mundo exterior. La reclusión absoluta, el aislamiento definitivo, el intento de eternizar un gesto- la remanencia forzada de una imagen ya extinta.
Y dicha violación es representada de la forma más abrupta: una pantalla en negro y un sonido que precede a la acción. No vemos nada, sólo escuchamos golpes, forcejeos. Así comienza Amour, y esta es una constante sobre la que Haneke insistirá a lo largo de todo el texto fílmico. En este inicio, la imagen sucede al sonido, y vemos una puerta que es destrozada.
Este rol del sonido es uno de los ejes más interesantes de la película, su tratamiento es sumamente premeditado: el sonido es aquí violencia pura, perturbación, disloque, o mejor, el uso del sonido es aquí esa violencia. Su coincidencia con el corte, con el montaje mismo, el sonido recortado y marcado por el cambio de plano- por el fin de un plano y el comienzo de otro. El sonido pareciera iniciar y finalizar planos, ser la pulsión del montaje, pulsión brusca, vital, salvaje. El abrir o cerrar una ventana, el golpe de una silla de ruedas contra una pared, una afeitadora, el velcro de un pañal, todos estos sonidos son a su vez la contracara del silencio que abunda en aquella casa. Un aspecto que pareciera responder a una sensación, a una vivencia muy particular: la del sonido del agua corriendo mientras Anne padece del primer ataque, del primer síntoma, el agua corriendo ahí atrás en la cocina y nosotros compartiendo el sufrimiento de Georges, su consternación- viéndolo sufrir desde esta perversa condición pasiva en la que radica la maravilla del cine, y la escena transcurre y el agua corre y a partir de ese momento el sonido tiene otro significado, ese otro significado. Algo similar sucede con la música, la cual es siempre diegética y por lo tanto no sobrevive (no puede sobrevivir) a la acción del montaje, al corte quirúrgico del que está dotado Haneke para plantear sus escenas. Georges observa a Anne tocar el piano, pero no es Anne, Anne no está allí, y esa música no es imaginación, es vivencia, suena de un aparato reproductor al lado del protagonista.

"Es hermosa". "¿Qué?" "La vida. Es larga. La larga vida."

Existen, sin embargo, esas breves secuencias oníricas o fruto de la imaginación que nos despegan de aquel departamento, o, al menos, nos separan de lo que en verdad está allí. La escena recién descrita de Georges imaginando a Anne tocar el piano es una de ellas, al igual que lo es el final del film, en el que el protagonista ve a Anne en la cocina (nuevamente esa canilla, esa agua corriendo, ese sonido) y luego la sigue hacia el exterior, el afuera, no sin antes ponerse los zapatos, no sin antes cerrar con llave esa puerta que luego tanto costará abrir. Y la escena onírica que se da hacia la mitad del film es quizá la más llamativa, justamente porque en ella salimos del departamento, vemos el hall del edificio. Esta escena descoloca, contradice el planteo previo de la cámara pero a su vez se condice con la noción de que no hay forma de que nosotros salgamos de aquel departamento, sólo en un sueño, sólo en el desvarío del inconsciente de Georges podemos hacerlo. Y agua en el piso, nuevamente esa agua que inunda todo y no es más que un recordatorio, un símbolo alterado, la reminiscencia de un trauma que se representa con su negación: el silencio. El silencio absoluto, la ausencia de respuesta al llamado de Georges o, peor aún que la ausencia, la inexistencia de una respuesta (porque la inexistencia es intrínseca y la ausencia consecuente).
Hay muchas grandes secuencias en Amour: el monólogo de Georges sobre un recuerdo de cuando era niño (el recuerdo de una sensación, de la emoción en estado puro), la entrañable escena repetida de Georges y la paloma (en la que Haneke se dedica a dilatar nuestra ansiedad y generar tensión y suspenso allí en donde no lo hay) o el almuerzo en el que Anne se dedica a mirar un álbum de fotos (la revisión innovadora y auténtica de una acción tan cliché sostenida en el contrapunto entre dos sonidos constantes e irregulares, el papel de Anne contra los cubiertos de Georges). Hay, sin embargo, una secuencia que bien podría ser la clave de Amour: la sucesión de tomas fijas, absolutamente insonorizadas, de los cuadros de la casa de Georges y Anne. Es que no es sencillo, hay que ser sensible para plantear una escena de esas características, hay que saber cómo hacerlo. No es más que eso, planos fijos, mudos, de cuadros. Pinturas filmadas. Y a su vez es mucho más que eso. Es el exterior que no podemos ver, es el acto de la imaginación, de imaginarnos, en esos cuadros de paisajes, verdaderos escenarios naturales, verdaderas profundidades- atisbos de vida; es el recuerdo de aquellos mismos cuadros, alguna vez vistos y ahora recordados por una moribunda inmovilizada en su habitación; es un acto escapista, una evasión de la realidad que nos abruma- porque esa secuencia funciona verdaderamente como un respiro dentro de la película; es la perspectiva de un otro, de alguien que pintó ese cuadro, ese cuadro que alguna vez fue la impresión de una mirada y que ahora adorna nuestra casa; es incluso la crisis absoluta de la representación, porque estamos viendo desde nuestra perspectiva la filmación subjetivada de la pintura que representa la mirada subjetiva de un otro. Es todo esto, tanto laberinto insignificante- prosa anoréxica-, y a su vez es simple, y es tan simple que resulta genuinamente único.