Amores frágiles

Crítica de Horacio Bernades - A Sala Llena

Hija de Luigi Comencini, recordado por sus aportes a la commedia all’italiana (Pan, amor y fantasía sobre todo, pero también algunas con el gran Alberto Sordi como Tutti a Casa y El comisario), Francesca Comencini viene desarrollando una carrera sostenida desde hace tres décadas. Presentada el año pasado en Locarno y basada en una novela escrita por ella misma, Amores frágiles es su opus nueve. El título original es más bonito, menos de stock que el que le tocó aquí, donde parecería que se parte de la base de que el público es demasiado impaciente como para andar leyendo títulos largos y complicados. Amori chi non sanno stare al mondo. Amores que no saben estar en el mundo. Lo cual habla de un plus, una incapacidad, una tragedia incluso: son amores a los que la realidad no les va. ¿Lo que los franceses llaman amour fou? Eso parece en primera instancia, al menos de parte de Claudia (Lucia Mascino), professoressa de literatura, cuando, luego de haberlo insultado en el ámbito de un seminario académico, le larga a su colega Flavio (Thomas Trabacchi), mientras toman un café de reconciliación, que está totalmente enamorada de él y que le basta mirarlo para comprender que van a pasar toda la vida juntos. ¿O se trata de un caso de bipolaridad? Más allá de que a lo largo del relato Claudia se va a zarandear entre altas y bajas, no parece tratarse de eso. Está claro, al menos, que a Francesca Comencini no le interesa Claudia como caso clínico, sino como personaje que ama.

Flavio, claro, ama menos. Ama, a diferencia de Claudia, sensatamente. ¿Por qué “claro”? Porque para los hombres el amor suele ser menos huracanado que para las mujeres. ¿Se ama así todavía? ¿Ama así la mujer moderna, demasiado preocupada por el balance de poder en la pareja como para lanzarse a amar demasiado? Es posible que no. Es más: es posible que el de Claudia sea un modelo que atrasa varias décadas. Hasta antes del feminismo, digamos. O más de un siglo, si se prefiere. Hasta el Romanticismo, esos tiempos en los que no existía fuerza más poderosa que el Amor. De hecho, Claudia ejerce una profesión independiente, la de profesora de literatura, pero a la película parece no importarle demasiado. Recién en la penúltima escena se la ve dando clase, rodeada de alumnos, preparando las clases, leyendo sobre su tema. Ni siquiera se la nombra como profesora, al menos que yo recuerde. A él, en cambio, nadie se dirige sin anteponer el título de Professore. Como si él fuera más profesor que ella. Y no hay una sola escena en la que ella se rebele ante esta disparidad de género. ¿Por qué? Y, seguramente porque a Francesca Comencini no se le cruzó por la cabeza. Apenas se le ocurrió darle a la protagonista una profesión independiente para que tenga aunque sea un barniz de modernidad. Y eso fue todo.

Pero una película, además de objeto cultural, es un relato, una ficción, una representación. Y lo curioso es que en esas áreas Amores frágiles se debate en la misma contradicción entre tradición y modernidad que signa la construcción del personaje de Claudia. Teniendo en cuenta que narrar una historia de amor suena a esta altura definitivamente passé, la realizadora elige ir en contra de la linealidad, la cronología y la continuidad temporal y espacial entre las escenas, todas ellas bastiones del clasicismo narrativo. Amores frágiles se inicia en un presente en el que, tanto por su desesperación cotidiana como por aquello que piensa en off (“Él me dijo que se mataría antes de volver conmigo. No se da cuenta de que ésa es justamente la prueba de que sigue enamorado.”), da toda la sensación de que Claudia sufre de la peor clase de locura amorosa: está loca por un amor que ya no es. De allí el relato salta al momento en que Claudia y Flavio se conocen durante un seminario de Literatura. Ella lo putea, después le confiesa su amor y… se ha formado una pareja.

A partir de ese momento el relato sigue yendo y viniendo en el tiempo, aunque manteniendo cierta linealidad que permita comprender la evolución de la relación, el antes y el después. Surge aquí un choque entre esa necesidad de poder seguir el hilo de la relación -de historizarla, por lo tanto- y la estructura rapsódica impuesta por Comencini para, de nuevo, darle un barniz de modernidad al relato. Tal como está resuelta, es un pierde-pierde: la deconstrucción operada sobre el relato se siente como artificiosa, y a la vez dificulta el seguimiento de la relación. Ahora bien, Comencini está al tanto de lo que “se usa” en el cine contemporáneo, y sabe que la heterogeneidad se impone. Heterogeneidad de voces narrativas, de modo que en medio de una escena puede brotar un monólogo interior de la protagonista. En el último encuentro entre ambos, Claudia y Flavio conversan un rato y luego lo hacen bocca chiusa: con la boca cerrada y sus voces en off. El problema es que si estos recursos no se manejan bien, pueden dar lugar a la confusión. Porque en esa escena, ¿qué es lo que sucede? ¿Una comunicación telepática entre ambos o una fantasía? Si este fuera el caso, ¿de quién sería la fantasía? ¿De Claudia, que es la narradora de la historia, o de Flavio, a quien previamente se le concedió también el privilegio del soliloquio?

La heterogeneidad es también de tono. Este puede pasar del drama pasional al comentario irónico, a la sajona, y del intimismo al histrionismo extremo, bien all’italiana, en una escena donde Claudia le hace un escrache íntimo a su amado en un edificio de dimensiones gigantescas, desde una balconada hasta la planta baja. La escena puede ser teatral, operística (tratándose de una película italiana, siempre cabe el caso) o, de nuevo, imaginada. Y otra vez nos quedamos sin saber cuál de esas cosas es, por un manejo inadecuado de la narración. Esta inadecuación alcanza su punto más bajo en una escena farsesca en la que una docente feminista instruye a un grupo de alumnas maduras, entre las cuales está Claudia, sobre cómo combatir el “heterocapitalismo testosterónico”. Esta sí queda claro que es una escena imaginada, aunque la gramática visual no identifica claramente a Claudia como el sujeto que la imagina. El resultado es algo así como un sketch de Tato Bores protagonizado por una actriz tan poco dotada para el humor como podría serlo, pongamos, María Rosa Gallo: vergüenza ajena en estado puro.

Y es una lástima que eso suceda, ya que no da la impresión de que Comencini quiera vender espejitos de colores o gato por liebre. Es solo que se tiró a la pileta y esto, bueno, no siempre sale bien. Habría que ver otras películas de la realizadora para poner un poco más en perspectiva a estos Amores frágiles. La propia película contiene, en verdad, una escena genial, digna de un Seinfeld no apto para televisión o de alguna nueva comedia estadounidense que el cine jamás se atrevió a mostrar. Y no es una manera de decir, sino algo estrictamente cierto. Se trata de un momento en el que Claudia, muy nerviosa antes de un encuentro potencialmente sexual con una alumna, descubre que –consecuencia de la edad— le han crecido un montón de pelos “locos”. Los que más le preocupan están en la zona de los pechos, por lo cual procede a arrancárselos, prolija y dolorosamente, uno por uno y con una pinza. Es una de las imágenes más íntimas y menos eróticas que el cine haya mostrado de un cuerpo femenino, una que por comparación casi hace extrañar una buena depilación con cerote.