Amores de diván

Crítica de Aníbal Perotti - Cinemarama

El eje del mal.

Durante la guerra fría, el centro de interés en los cines de Europa oriental estuvo dirigido hacia los aspectos iconoclastas y disidentes de sus películas, en especial a los relacionados con eventos políticos decisivos como la sublevación húngara en 1956, la Primavera de Praga entre 1963 y 1968 o la crisis de Solidaridad en Polonia a finales de los 70. La mayor parte de los análisis críticos sobre el nuevo cine checoslovaco coinciden al subrayar su costado irreverente y provocador, pero pocas veces se han destacado sus hallazgos formales. Las primeras películas de Jiri Menzel, Jaromil Jires, Milos Forman o Vera Chytilova construyen un torrente visual anti-sistema utilizando el humor, el juego y el disfraz, y no necesitan ser solemnes para hablar en contra de la guerra, el trabajo en las industrias o el rol social de la mujer. Medio siglo más tarde, la ópera prima de Jan Prušinovský rescata algo del humor hierático de la nueva ola, aunque atravesado por una clara mirada psicológica para tratar de manera superficial temas como la fidelidad, la pérdida de fe en el otro o la crisis del modelo tradicional de familia. Amores de diván es una película insulsa, sin riesgos formales ni apuntes sobre cuestiones políticas. La distancia que toma el director para describir las disyuntivas que se le presentan al protagonista no le impide caer en varios lugares comunes típicos de las comedias sexuales hollywoodenses.

Frantisek es un psiquiatra mujeriego que manipula a distintas amantes con un amplio catálogo de mentiras, hasta que una paciente lo demanda y consigue que pierda su trabajo, su mujer y su casa. El núcleo de la película relata, sosteniendo un punto de vista tan desapasionado como el rostro del protagonista, los múltiples intentos de Frantisek por reconquistar a su esposa. El antihéroe inexpresivo acepta, mientras tanto, volver a la casa de su madre y trabajar con su hermano en una escuela de manejo. El resto se pierde entre encuadres convencionales e intermedios musicales inoportunos. El devenir de la memoria se muestra tan injusto como implacable, ya ni los propios realizadores checos recuerdan el rol vanguardia que representó su cine en los años 60. La perniciosa ideología reinante esconde que aquel maravilloso movimiento fue posible gracias a una inédita combinación de producción estatal y libertad creativa. Incluso bajo el férreo control político luego de los acontecimientos del 68, Vera Chytilova pudo filmar Los frutos prohibidos del paraíso, una película que redobla su apuesta por un cine sensual con el énfasis puesto sobre la belleza y la experimentación formal, y que fue subestimada en el festival de Cannes de 1970 cuando la moda de la nueva ola había pasado. Los tiempos cambian, las productoras internacionales han descubierto que la República Checa es un buen lugar para filmar sus éxitos de taquilla de forma rentable y profesional. La industria local se ha fortalecido y compite de igual a igual con los tanques americanos. El caso checo reafirma que la prosperidad económica del sector no asegura la vitalidad cultural. Los nuevos espectadores reciben productos prolijos, competitivos e intrascendentes como Amores de diván, que dejan sin resuello los ecos del orondo jefe de estación de Menzel y borran los rastros de las chicas ligeras y silvestres de Forman.