Amor sin escalas

Crítica de Hugo Fernando Sánchez - Subjetiva

La película de Clooney

Desde que George Clooney abandonó la serie ER para convertirse una de las mayores estrellas del cine de los últimos años, muchas veces discutimos con otros colegas que más allá del encanto y de los aciertos en la elección de varios papeles que demostraron su capacidad como actor, Clooney todavía no había hecho una “gran película”, esas que quedan en la historia y se identifican con el protagonista, a la manera de los films del Hollywood clásico.

Amor sin escalas es esa película. A pesar de que coquetea con en indie y es una producción de mediano presupuesto, la película de Jason Reitman (director de La joven vida de Juno , guionista de Gracias por fumar) es la favorita de los premios Oscar de este año (un dato de la industria que por supuesto no habla de la calidad del film) y aún así sigue siendo un gran relato.

Ryan Bingham (George Clooney) se dedica a dejar sin trabajo a mucha, muchísima gente. Así de simple. Un hijo de puta eficiente que sabe hacer su trabajo y que tiene como horizonte… seguir despidiendo empleados. Cualquier día del año encuentra a Bingham en alguna ciudad del país para racionalizar la plantilla de la empresa en cuestión. No es que disfrute de la faena pero tampoco le quita el sueño. Tantea a las personas que va a despedir, las estudia y después lanza la fatídica frase: “La empresa va a tener que dejarlo ir”.

Pero la sofisticación de Amor sin escalas (en el horrible título local) proviene del trasfondo social y político de la actualidad de Estados Unidos, atravesado por la recesión y el capitalismo más salvaje, y la puesta en escena y la dirección de actores. Entre otros, muchos aciertos, la película de de Reitman construye lo excepcional a partir de objetos cotidianos que en el mundo de Bingham adquieren una importancia extraordinaria, como las tarjetas.

Están en los embarques, como posibilidad de crédito, son las llaves de las habitaciones impersonales de los cientos de hoteles que visita el protagonista, se exhiben con orgullo como “viajero frecuente”. Y para el killer laboral, esa condición se constituye en su única aspiración, esto es, alcanzar las 10 millones de millas arriba en el aire y lograr la tarjeta vip, que solo otras siete personas poseen en el mundo.

Porque Bingham no siente nada. Trata de mantener lo más lejos posible a la familia, el concepto de hogar le es completamente ajeno, al igual que tener pareja y formar una familia. Hasta que claro, se cruza en un el anónimo bar de un hotel cualquiera (de una ciudad cualquiera) a una par, Alex Goran (Vera Farmiga), otra ejecutiva en tránsito permanente.

Hay piel sin compromiso y allá va el muchachote, siempre seductor (pero muy contenido en su charme por Reitman), agradecido por las oportunidades que le da la vida y su trabajo. En paralelo, el sistema del que forma parte, que no cuestiona y que ayuda a mantener, da un paso más y presenta de la mano de una jovencísima colega Natalie Keener (Anna Kendrick), la novedad de que no hace falta desplazarse para despedir a un pobre diablo, con una videoconferencia alcanza.

Entonces el hijo de puta mayor y el pichón a su cargo inician un periplo para que la pequeña asesina de empleos se convenza de las bondades de despedir gente cara a cara. “El trato humano”. Reitman maneja el relato cáusticamente, manejando los tiempos y situaciones de tal manera de que el protagonista termine siendo adorable para el espectador, a pesar de ser, repito, un flor de hijo de puta.

No hay redención en Amor sin escalas, apenas un cruce entre el mundo corporativo plagado de no lugares como los aeropuertos con el otro mundo, el masivo, y la intersección se da de la mano de una posibilidad de amor, solo un amague que queda en el aire, por la propia lógica de los protagonistas. Solo la chica se sale del juego, tal vez porque por su edad pertenece a la esperanzada era Obama. Ryan Bingham y Alex Goran no, seguramente porque se formaron en los despiadados ’80 y consolidaron sus carreras en el renacimiento del liberalismo más despiadado de los ’90.

Gran película de Jason Reitman, que demuestra lo que se puede hacer con el Cary Grant de nuestra época cuando hay un guión inteligente, profundo, ácido y encantador.