Amor sin barreras

Crítica de Rodrigo Seijas - Funcinema

SHOW ME A HERO

Así como el autor de El gran Gatsby señalaba que para cada héroe había una tragedia esperándolo, el cine de Steven Spielberg está repleto de héroes eminentemente trágicos en diferentes niveles. Uno contempla a los protagonistas de films tan disímiles como Reto a muerte, Encuentros cercanos del tercer tipo, ET-el extraterrestre, El imperio del sol, La lista de Schindler, Rescatando al Soldado Ryan, Minority report: sentencia previa, Guerra de los mundos, Atrápame si puedes, Munich y Lincoln -por citar solo algunos casos- y los ve marcados por la pérdida, el abandono, las ausencias prematuras, el aislamiento, incluso la muerte y/o el sacrificio. En esa vertiente haya quizás que pensar a su remake de Amor sin barreras, y no tanto desde su abordaje sobre cuestiones raciales e inmigratorias, o la fascinación específica con el musical original de 1961 ganador de diez Oscars.

Eso no implica que no haya un interés político ni una necesidad de agregar nuevas lecturas a un clásico que ya de por sí era una relectura de Romeo y Julieta, de William Shakespeare. Sin embargo, antes que nada, el Amor sin barreras de Spielberg es un film atravesado por lo heroico, porque encima no hay un solo héroe, sino dos: Tony (Ansel Elgort) y Maria (Rachel Zegler), que pertenecen a comunidades rivales, pero se enamoran a primera vista y para siempre en la Nueva York de 1957. El de ellos es un heroísmo romántico, no solo por el amor fulgurante que los une, sino también porque va a contramano de sus contextos, sus posibilidades y caminos, aunque con el ímpetu suficiente para poner en crisis todo lo que los rodea. Y también porque es trágicamente sacrificial, destinado a extinguirse a partir de todos los cambios que genera.

Pero Amor sin barreras es también una película donde Spielberg lleva al extremo esa obsesión temática de casi toda su filmografía, que es la ausencia de figuras paternas. Acá, tanto los Jets como los Sharks, que rivalizan desde sus orígenes y sentidos de pertenencia, son pandillas que recuerdan a los Niños Perdidos de Peter Pan y Wendy -por algo Spielberg había pensado inicialmente a Hook como un musical-, niños grandes y crecidos, pero también huérfanos, educados en las calles, a las piñas, sin referentes. La única figura de autoridad consistente es Valentina (Rita Moreno), la dueña de la tienda donde trabaja Tony, aunque no deja de ser una madre postiza, además de una outsider a la que también se ve como alguien que ha ido contra el orden establecido. El resto de los lazos maternos o paternales -como Bernardo (David Alvarez), el hermano de Maria, y su mujer Anita (Ariana DeBose)- son improvisados y/o cuestionados, mientras que los representantes de ley -como el teniente Schrank (Corey Stoll)- son despreciables o ridiculizados. De ahí que la educación o aprendizaje de los protagonistas solo pueda darse desde la violencia o el enamoramiento extremos: amar o matar, esa es la única regla.

Claro que Spielberg vuelve a mostrar que su mayor fortaleza puede ser también su mayor debilidad: casi nadie puede filmar el movimiento como él y, por ende, le cuesta detenerse, pensar y hablar con total fluidez. Por eso quizás la primera mitad de Amor sin barreras es muy sólida a partir de cómo construye los conflictos desde la corporalidad, las miradas y el montaje en los planos -tanto los minutos iniciales (con la potente referencia al Lincoln Center) como la secuencia del baile donde se conocen Tony y Maria son magníficas-, pero su segunda parte flaquea bastante al momento de las definiciones a partir de los diálogos y canciones. Los personajes no llegan a tener la suficiente entidad y son más símbolos -del amor trágico, de la violencia casi poética, del racismo siempre latente, de la necesidad de la integración, de las comunidades desclasadas- que seres realmente completos en sus ambigüedades y contradicciones.

¿Es Amor sin barreras una decepción? Sí y no. En parte lo es porque no llega a ser la película que amaga con ser al comienzo, como si su realizador no llegara a apropiarse por completo de la historia que quiso contar. Pero tal vez no tanto, porque Spielberg nos vuelve a confirmar que es un cineasta único, alguien que muchas veces no necesita hablar en voz alta para construir un discurso sólido, porque la enorme sabiduría de sus imágenes lo dicen todo. Y porque, una vez más, vuelve a tomar riesgos: filmar un musical no es para cualquiera, pero el niño Steven nos muestra en varios pasajes que conoce el ritmo y sabe elegir la melodía justa.