Amor sin barreras

Crítica de Benjamín Harguindey - EscribiendoCine

La remake de Steven Spielberg del clásico musical

Sesenta años más tarde Spielberg ha logrado un facsímil atractivo y competente que no cambia mucho del original ni reinventa el género por ello.

Steven Spielberg tiene la tarea poco envidiable de dirigir el remake de Amor sin barreras (West Side Story, 1961). Basada en el musical de Broadway de 1957 escrito por Arthur Laurents, Leonard Bernstein y Stephen Sondheim (recientemente fallecido), la película es una obra seminal que revolucionó el género por el intrincado ballet de su coreografía, la fusión vanguardista de su música y una pretendida crítica social.

La historia adapta “Romeo y Julieta” de William Shakespeare a los barrios de Nueva York en los ‘50s y convierte a las dos familias mortalmente enemistadas en pandillas dividas por la tensión racial: los Jets blancos y los Sharks puertorriqueños. La ambientación utilizaba el tiempo presente en la versión de 1961 y la versión de 2021 preserva aquella época sin modernizarla. Quizás porque la nostalgia va de la mano con el género musical, quizás porque necesita la distancia de un cuento de hadas para tomarse en serio la cursilería de la historia.

El foco de la historia se centra en el trágico romance entre Tony (Ansel Elgort) y María (Rachel Zegler), cuyo amor a primera vista lleva a sus respectivos bandos al borde de la guerra. El líder de los Jets es Riff (Mike Faist), viejo amigo de Tony; el hermano de María, Bernardo (David Álvarez), encabeza a los Sharks. Mientras Tony y María cantan baladas melosas sobre la pureza de su amor, las pandillas destilan sus miserias en números musicales enérgicos pero de tono irónico: los Jets cantan sobre sus niñeces condicionantes, los Sharks sobre la insinceridad del sueño americano. Las letras de Sonheim introdujeron una oscuridad y mordacidad al género musical que Hollywood desconocía.

Esencialmente la trama trata sobre los ciclos de violencia sistémica, y la posibilidad de que el amor los conquiste definitivamente. El nuevo guión es del dramaturgo Tony Kushner pero cambia poco y nada de la historia. Spielberg la realza con su característica fotografía a contraluz y movimientos de cámara hipnóticos en los que parece descubrir la acción por accidente a la vez que la retrata de manera espectacular. Junto a su colaborador Janusz Kaminski filma de una forma que transmite asombro e imbuye de realismo e inmediatez a uno de los géneros más artificiosos del cine. La otra gran novedad es una coreografía más intensa y descarnada que acorta la distancia entre intención y representación.

Algunas actuaciones son desiguales o inconsistentes. Se destacan Rachel Zegler en su debut cinematográfico, Ariana DeBose en el papel que le valió el Oscar a Rita Moreno (aquí presente como productora y suerte de coro griego) y Mike Faist en un papel más ambiguo e interesante que el principal. Ansel Elgort, excelente como el titular “greaser” de Baby Driver (2017), parece perdido y fuera de su elemento en un rol que debería calzarle perfecto.

Spielberg logra lo que probablemente sea la mejor remake posible que podría llegar a tener un film tan icónico como Amor sin barreras, poniendo su emblemático estilo y toda su destreza técnica al servicio de un clásico atemporal.