Amigos con derechos

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

Cuando la comedia romántica vuelve a vivir

Así como en los ’90 Cuando Harry conoció a Sally revolucionó el género, ahora el rejuvenecido director de Los cazafantasmas reinventa la comedia romántica con actores fabulosos, derivaciones sorprendentes e inesperados brotes de inspiración.

En las últimas décadas, la comedia romántica se comportó como la Iglesia Católica: al ver que el mundo no le respondía, en lugar de abrirse a él se abroqueló sobre sí misma, repitiendo una y otra vez la misma liturgia, cada vez más vaciada de sentido. Así, al día de hoy no hay quien le crea, todo el mundo sabe que sus rituales son el simulacro de una fe muerta, sólo unos escasos incondicionales le siguen siendo fieles. En ese punto aparece una comedia romántica como Amigos sin derechos (en los ’90 sucedió algo semejante con Cuando Harry conoció a Sally, después la nada otra vez), capaz de reinventar el género por sí sola. Una de esas películas en las que todo parece aliarse mágicamente –desde el primer encuadre hasta el último, desde el nombre más rutilante del elenco hasta el figurante más anónimo, desde el propio corazón del asunto hasta la ocurrencia colateral—, Amigos con derechos cree en el amor no porque el guión lo dice, sino porque los hechos demuestran, en ella, que la palabrita de cuatro letras algo sigue queriendo decir.

Si el gag más célebre de Cuando Harry conoció a Sally tenía que ver con un orgasmo fingido, el más celebrable de Amigos con derechos es el de una menstruación sincrónica (tres amigas a la vez, y su amigo gay sumándoseles) y el mix de temas relacionados con el asunto que el protagonista graba para su chica. Temas que van desde “Bleeding Love” (“Amor sangrante”) hasta “I’ve the World on a String” (“Tengo el mundo en un hilo”, versión Sinatra). “¡Tengo una escena del crimen en la bombacha!”, se queja una de las chicas sincronizadas. Amigos con derechos es una comedia romántica moderna, porque empieza siendo una comedia sexual. Emma (Natalie Portman) y Adam (Ashton Kutcher) nunca saben del todo qué relación es la que tienen, ni cuál quieren tener: otra razón por la cual Amigos con derechos es una comedia romántica moderna. Pueden seguir buscándose datos de su modernidad, y se hallarán todos. Desde la inversión de roles tradicionales hasta las sexualidades nunca del todo fijas de sus personajes, pasando por la paranoia amorosa, la franqueza sexual, la velocidad mental y verbal como armas de supervivencia.

Escrita por la hasta ahora desconocida y de aquí en más obligatoria Elizabeth Meriwether (ojalá no le pase lo que a Nora Ephron, guionista de Cuando Harry..., que en pocos años viró de la agudeza al reblandecimiento), a contramano de la burbuja artificial en la que desde hace tiempo se asfixia el género, Amigos con derechos refleja las dudas, deseos y ansiedades más profundas del espectador. Sobre todo del espectador de veintipico/casi treinta, obvio, porque ésa es la edad de los personajes y la del target potencial. Emma es médica residente en una clínica de Los Angeles, Adam trabaja como pinche en un canal de televisión. Los lugares que ocupan en la pirámide laboral tienen que ver con el grado de independencia de cada uno, y la fuerza que ponen en labrárselo. Emma gestiona su vida sexual con tanta determinación como la que deposita en su profesión. “Trabajo todo el día, hago varias guardias semanales”, frena de entrada el envión amoroso de Adam. La solución: echarse un rapidito donde se pueda y a como dé lugar. Pie para un clip imperdible de corridas, minutos robados y polvos sobre camillas de cirugía o baños para discapacitados, digno del cine mudo o de la ceremonia del Oscar, cuando está inspirada.

“¡Guau, es como si viniera hacia mí!”, dice ella, encantada, mirando el pene de él con anteojitos 3D. Si el mundo (del cine) fuera justo, a Portman la habrían nominado por este papel, en lugar del esforzado tour de force de El cisne negro. Y a Ashton Kutcher se lo reconocería como gran galán-comediante: difícil imaginar a un actor de su generación capaz de estar tan bien como él aquí. Que Adam trabaje de pinche, siendo ya un tipo grande, también tiene su razón. Vive bajo la sombra del padre, típica estrella vanidosa de la tele, que le consiguió empleo y le sopló la novia (Kevin Kline, en un acto de justicia poética). Por eso Adam: porque el padre se considera Dios. Así lo recuerda la reproducción del famoso fresco de Miguel Angel en la Capilla Sixtina, con la que papá-Dios decora, al más puro kitsch angelino, la torta de cumpleaños del hijo.

Dirigida por un Ivan Reitman súbitamente revivido (es el director de Los cazafantasmas, Junior y Presidente por un día y se cita a sí mismo, con un poster de Meatballs), que parece querer salir a competir con su hijo Jason (el de La joven vida de Juno y Amor sin escalas), es verdad que Amigos con derechos (jurídico título local para un original traducible por “Sin ataduras”) paga el precio de la convención genérica que reclama un primer acto de enamoramiento o flechazo, el segundo de separación y un tercero de reconciliación reparadora. Pero es tanto lo que ofrece a cambio... Los personajes secundarios, actores fabulosos (¡anotar el nombre de Lake Bells!), derivaciones sorprendentes (¡ese encame desaforado entre dos amigas!), brotes de inspiración en el rincón más inesperado (¡la imitación del pececito Nemo!, ¡la de Drew Barrymore!) y un vuelco alcohólico que ojalá Natalie Portman repita la noche del Oscar, con panza y todo.