Amenaza en lo profundo

Crítica de Daniel Núñez - A Sala Llena

Norah Price (Kristen Stewart) expresa en voz en off la sensación de estar sumergida en las vastas profundidades del océano. Ella asegura que en medio de esa inmensa oscuridad y ese vacío el tiempo es otro, cambia. Esa misma experiencia, salvo la del goce siempre ligado al voyeur que nos identifica como espectadores, es la misma que afrontamos cuando entramos, cuando nos sumergimos en una oscura sala de cine: oscuridad y vacío que luego desaparecen cuando da comienza el film en cuestión y el tiempo, nuestro tiempo, se pierde, se evapora o cambia. Esta lectura a fuerza de metafísica pura (inherente al cine) permite atribuirle a Amenaza en lo profundo dos funciones importantes dentro de su construcción a modo de reflexión: la de ser autoconsciente y la repetirse sobre el final, la de darle al relato una circularidad que ejerce su ritualidad clásica así como la certeza de que en el cine todo está controlado. Presentación y despedida de un espectáculo. Como aquellas películas que pululaban los cines en la década de los ochenta y que fusionaban dos géneros que parecían estar destinados a la crucifixión del supuesto espectador intelectual: el terror y la ciencia-ficción. Un relato Hawksiano donde la camaradería de un grupo de profesionales debe resistir así como sobrevivir ante una amenaza que los rodea y los mantiene encerrados.

En Amenaza en lo profundo no hay tiempo (algo que parece una constante dentro del film) para explicar demasiado. No pasan más de cinco minutos cuando vemos a la Stewart volar por los aires cuando una enorme explosión destroza parte de la plataforma submarina en la que se encuentra desde hace tiempo. El espectador entrenado entenderá entonces hacia quién se dirige la advertencia “Keep Safe” (Mantente Alerta) que se puede leer en una pared antes de producirse el siniestro. La plataforma, un milagro de la ingeniería, se encuentra en la Fosa de las Marianas, el lugar más profundo del océano, llegando a una distancia abismal de más de 11.000 km. La excusa de por qué este grupo de personas se encuentra a tan demencial distancia de la superficie es la labor que ejercen para la empresa Tian industries. Norah, que de mochila lleva la culpa de un hecho pasado, deberá encontrar una salida al laberinto en ruinas junto a un grupo de sobrevivientes que incluye al comic relief, al negro, al capitán y otros más dentro del conjunto humano que sumergirán su existencia en las desconocidas y claustrofóbicas profundidades sin reparar en la amenaza que los rodea. Catastrofismo occidental en cuyas raíces católicas se refleja y ampara la carga de una culpa que regresa del pasado como función primaria de la existencia humana, siempre ligada a la redención del héroe/heroína de turno. Solo que Amenaza en lo profundo parece más un descenso a los infiernos o, mejor dicho, a los abismos, sin la mínima posibilidad de regresar. Ese mismo catastrofismo es, sin ir más lejos, el castigo divino por corromper la naturaleza. Esta vez en forma de una empresa que perfora ese abismo virgen.

Encantador producto clase b, o mejor dicho, de lo que queda de ella, el film mantiene viva una tradición que no retiene el espíritu de aquellas películas ochentosas pero sí funciona como la llama que impide su extinción. Lo curioso de Amenaza en lo profundo es que utiliza cualquier mecanismo considerado cliché y lo transforma en subversión pura, en autoconsciencia furiosa. Con lo antes mencionado, adivinen quien es el primero en morir dentro del grupo. ¡Y de qué forma! Esta necesidad de tomar lo que para algunos puede ser remanido y fundar lecturas sobre lo que se puede o no mostrar o el cómo, constituye un ludismo que se carga a cuestas la funcionalidad de una visión del mundo y del cine mismo. Olviden correcciones políticas varias o guarangos subrayados sobre el feminismo capitalista demagogo de hoy en día (no me malinterpreten; me refiero al uso y abuso de una ideología para generar capital sin profundizar sobre el asunto como se debe. Ejemplo: Avengers Endgame). Terminator (1984), Aliens (1986) o la más reciente Crawl (2019) no lo necesitaban ya que los personajes femeninos de sendos films eran fuerza corporal y emocional en estado puro. Norah Price, por suerte, responde a este grupo. Su pelo corto, su cuerpo estrecho, sus ojos relajados, su aire andrógino; todo ello irá construyendo una ambigua figura de heroína/víctima de pasado jamás cicatrizado en el transcurso de los horrores que le toca vivir. Y que son varios. Todo mientras una música puntiaguda, poderosa, energética y sofocante se adhiere como parásito a imágenes asfixiantes que, rindiéndose a una secuencia final de horrores épicos del más digno Lovecraft, jamás defraudan en pos de su ajustada ejecución: la de un film como los de antes, de hora y media, narrado con pulso y sin pretensiones que cavilen la mirada del espectador, aun cuando sus funciones formales den pie a lecturas interesantes (el plano final que resignifica tiempo y espacio y conmemora la eternidad, forjando la acción metafísica por sobre las razones físicas del relato). Todo se reduce de ir del punto A al punto B. ¿Para qué más?