Amapola

Crítica de Gustavo Castagna - Tiempo Argentino

Amor joven en Kitschlandia

La opera prima de Eugenio Zanetti es un grandilocuente ensayo para escenógrafos.

Imposible discutir los conocimientos de Eugenio Zanetti como escenógrafo, diseñador y vestuarista. El Oscar que obtuvo por el prestigioso y académico film Restauration (1995), debido a su dirección de arte, sirve como ejemplo irrebatible sobre el tema. Pero dirigir cine, colocarse detrás de cámaras y encargarse de la escritura del guión representan otra clase de desafíos que su opera prima Amapola no puede subsanar en la interminable hora y media de duración. O en todo caso, con la presentación de una historia de amor que cuenta un viaje al futuro y luego un retorno al presente que en cada una de sus imágenes se ve invadida por una avalancha de colores, tonalidades, filtros y un apabullante diseño de producción que convierten a la cinta en una extensa instalación de vidrieras kitsch. Jamás en una película. Los riesgos bien valen tomarlos en una película inicial y desde allí se narra la historia de amor entre Ama (Camilla Belle, bella y actoralmente gélida como un témpano) y Luke (Francois Arnaud) pero eso es poco y nada en relación a la descripción del contexto familiar que rodea a la protagonista. Amapola elige determinados hechos políticos de la historia argentina como si fueran "separadores" del relato, en tanto, la argumento central exhibe a los Guerrero, una familia que vive en una isla del Río Paraná, un clan particular que todos los años representa Sueño de una noche de verano de Shakespeare en versión musical, bailada, coreografiada, o un poco de las tres cosas al mismo tiempo. Entonces, en la exposición visual y sonora de Amapola habrá lugar para canciones y bailes que oscilan entre la pasión por la "teatralidad", las variedades que mostraban las viejas kermeses y el afán por cargar el plano con objetos, personajes y decorados como si eso intentara convertirse, aun dentro de lo posible, en una película. Amapola no lo es por varios motivos: las actuaciones, los diálogos, las situaciones en general suenan pomposas, grandilocuentes, revestidas de importancia, como si aquel Romeo y Julieta de Zeffirelli de los '60, ya de por sí un film insoportable, hubiera sido invadido por un modelo de realismo mágico reñido con lo cursi y empalagoso, transmitiendo una extraña sensación de estar viendo una instalación particular que transcurre en un hotel familiar y una apuesta que toma al cine rehén, remplazándolo por la amplitud de los decorados, las grietas del guión y la solemnidad de la propuesta que hasta puede provocar alguna carcajada no tan inesperada. Cine de y para escenógrafos y diseñadores de producción –como Un cuento de invierno, estrenada a comienzos de este año– donde el sueño shakespeareano se convierte en algo muy cercano a una pesadilla.