Amante accidental

Crítica de Ricardo Ottone - Subjetiva

La mano que roba la cuna

Las Cougar están de moda. Y para quién no sepa que diablos es una Cougar (no lo culpo, yo tampoco lo sabía hasta hace muy poco) podemos aclararle que es un término del slang norteamericano para referirse a señoras mayores que gustan de salir con muchachos jóvenes, y cuyo equivalente masculino ha sido retratado desde hace tiempo con generosidad y también con bastante más aprobación, machismo mediante (en nuestras calles existe el termino roba-cunas que tiene la ventaja de ser unisex).

Claro que no es algo que sucede desde ayer nomás, pero recientemente los medios empezaron a prestarle más atención al asunto y uno de los lugares donde se ha reflejado el fenómeno es en las sitcoms, donde cuarentonas o treintañeras de buen ver tienen sus escarceos amorosos con veinteañeros de buena voluntad. Se podrían mencionar Cougar Town con Courtney Cox o Accidentally on Purpose con Jenna Elfman. Aunque en esos casos ¿qué jovencito estaría mal predispuesto? Y lo mismo puede decirse de la protagonista del film que nos ocupa…

Como Hollywood es sensible a las modas, hace su aporte ahora con este film donde Catherine Zeta-Jones es Sandy, un ama de casa que supone su vida perfecta pero que al descubrir que su marido es infiel se muda a la ciudad con sus dos hijos y, al dejarlos al cuidado de Aram, un jovencito medio colgado pero buena onda, que oficia de niñero (oficio poco respetable para los padres del mismo), será presa de una atracción que derivará en una relación amorosa con el jovenzuelo. Relación que debido a la diferencia de edad generará sus dudas en sus protagonistas y provocará una reacción no demasiado favorable en amigos y parientes.

El título original, The Rebound, también viene del slang y hace referencia al período seguido a una ruptura después de una relación larga y está caracterizado por relaciones cortas, inestables y poco serias. Y para ese caso tanto Sandy como su partenaire vienen de rupturas traumáticas de relaciones supuestamente comprometidas aunque pretenden que su nueva relación sea algo más. Tanta pretensión de retrato social no se ve acompañada por un tratamiento más bien al vuelo, pero, en cualquier caso, a una comedia romántica uno no le pide sociología sino que lo haga reír. El problema es que en ese ítem el film tampoco es demasiado generoso ya que los escasos momentos realmente cómicos conviven con escenas emotivas/sensibleras y con un humor ATP bastante ñoño basado en hacerle decir o hacer a los niños cosas supuestamente insólitas o ingeniosas para que uno se divierta y enternezca al mismo tiempo (algunos debemos tener un corazón de hielo porque ese recurso no nos causa la menor gracia). Hay, eso si un poco de humor a costa de pobres y minorías. El hijo de Sandy anda diciendo alegremente a los desconocidos “somos pobres” para escándalo de su madre, o en plena mudanza recordar que el padre de un amiguito dice que “solo las minorías y los capitalistas viven en la ciudad”. Estos gags que se pretenden incorrectos son más bien producto de una mirada de conservadurismo miedoso y paleto que no da ni para reaccionario y cuyo mayor ejemplo es el horror que a la familia les causa un ciruja desdentado que como respuesta les exhibe sus vergüenzas y que provoca en la madre el resignado consejo “si vamos a vivir en la ciudad tendremos que enfrentar cosas como ésta”.

Ese conservadurismo es el mismo que hace que, aunque al principio parezca que el film se ríe del american dream al mostrar un ama de casa perfecta que ve toda su fachada esfumársele, lo abraza luego o, mejor aún, lo recupera. El final es algo tan azucarado como para provocar una hiperglucemia o un coma diabético y cuyo colmo es una secuencia en montaje paralelo que muestra a la pareja en un periodo en que viven separados y que es una competencia de clichés sobre la el triunfo social y la realización personal (ella asciende de asistente a conductora de un programa de TV y él viaja por el mundo y adopta un niño birmano), en el que sería el momento más cómico de la película. Por el ridículo, claro…