All inclusive

Crítica de Ezequiel Boetti - Página 12

No alcanza con las buenas intenciones

Alan Sabbagh acierta tono para un personaje que intenta hacer las cosas bien, pero es una usina de momentos incómodos.

Las “comedias de excursiones” son toda una especialidad del cine estadounidense. En ellas suele haber una parejita que viaja a algún lugar paradisíaco (Hawai en nueve de cada diez casos) con la idea de cortar la rutina viviendo unos días de relax y distensión. Pero todo sale mal. Y mejor que así sea, pues no habría película sin esa irrupción de lo inesperado. En All Inclusive las cosas se complican incluso antes del viaje. Lo hacen por obra y gracia de Pablo (Alan Sabbagh), un arquitecto embarcado en el diseño de un edificio para un grupo de japoneses que no tiene mejor idea que incluir un árbol Ginkgo Biloba –similar al que sobrevivió a la explosión de la bomba atómica en Hiroshima– en el centro del patio como una forma de “mirar hacia el futuro”. A los japoneses, desde ya, no les entusiasma recordar el holocausto nuclear cada mañana. Miradas entrecruzadas, silencio sepulcral, el jefe (Martín “Campi” Campilongo) intentando consentir a los clientes y Pablo explotando, puteando y renunciando: momento incómodo. Uno de los tantos de esta película cuya principal herramienta cómica es justamente esa: la incomodidad, el desajuste constante, la desubicación involuntaria.

Los hermanos Diego y Pablo Levy debutaron en la realización de largometrajes con un documental sobre una sedería del barrio de Once llamado Novias - Madrinas - 15 Años (2011). Allí la comedia afloraba gracias a la indudable bonhomía de sus personajes, un grupo de veteranos, entre ellos el padre de los realizadores, que conocían al dedillo las mañas de cada uno. Era, pues, un documental-comedia. De allí pasaron a la ficción con Masterplan (2012), sobre un pobre tipo (también Sabbagh) que se prestaba a un plan para estafar a los bancos reventando la tarjeta de crédito y luego denunciando el robo del plástico. ¿Cómo salía el plan? Pésimo, obvio. La tercera película de los hermanos tiene a un protagonista lleno de buenas intenciones al que no le sale una. Antes de la reunión con los japoneses, fue a cenar a lo de la mejor amiga de su novia Lucía (Julieta Zylberberg). El novio de ella es un progre infumable a cargo de una ONG y con un discurso sensible y bienpensante sobre la pobreza en África. Pablo no se lo banca, y la cena es un suplicio: momento incómodo dos.

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En aquella cena el novio progre habla maravillas sobre un viaje a Brasil. Para sorprender a Lucía, Pablo contrata una excursión de una semana para luego de la presentación. El sentido común impone, si no cancelar el viaje luego del fracaso con los japoneses, al menos avisarle a Lucía. Pero las comedias se construyen sobre una pequeña contravención que luego se desbanda hasta desatar la catástrofe. Obviamente Pablo no dice nada y ambos parten rumbo a las playas de arenas blancas y agua clara, donde los recibe Gilberto (Mike Amigorena divirtiéndose de lo lindo con un personaje deliberadamente exagerado) y sus compañeras de viaje, una pareja de lesbianas que celebra su luna de miel. “Las felicito por su valentía”, les dice Pablo durante un almuerzo, en lo que quiso ser un elogio pero terminó siendo todo lo contrario: momento incómodo tres. Luego vendrán el cuatro, el cinco, el seis, el siete...

Porque Pablo es de esos personajes que quiere hacer las cosas bien pero no sabe cómo. Y cuando sabe, falla, igual que los personajes más recordados de Ben Stiller, que quería quedar bárbaro con el suegro en La familia de mi novia y no le salía, seducir a una chica bailando salsa en Mi novia Polly pero al final no, o agasajar a su esposa en La mujer de mis pesadillas y, claro, no. En ese sentido, los Levy aprendieron la lección fundamental del género: importa menos lo que se cuenta que la forma en que se lo cuenta. Lo que causa risa no es la situación sino la forma en que se traduce en gestos y palabras. Se dice que una comedia tiene timing cuando esos gestos y palabras están perfectamente ensamblados a las situaciones. Y All inclusive es una comedia con timing perfecto gracias a Sabbagh, quizá el mejor actor de comedia del cine argentino contemporáneo, con esa pinta de tipo común sobrepasado por todo que aquí muestra que se puede ser empático sin ser simpático. De regreso a Buenos Aires, la comedia de excursión da paso a una romántica más clásica y con algunas decisiones de guión demasiado apegadas a la fórmula, haciendo que Pablo termine ajustándose. Un ajuste con mucho olor a aprendizaje, máxima concesión al lugar común por parte de una película que, hasta ese momento, no había ofrecido ninguna.