Battle Angel: La última guerrera

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

Out of the past

Salvo por algunos deslices, la filmografía de Robert Rodríguez está hecha de películas nobles que entienden que la acción y la aventura son algo serio, un compromiso que no hay que tomarse a la ligera. Las dos Machete fueron un divertimento ajeno a ese sistema donde el director parecía entretenerse jugando a una autoconciencia exagerada. Con Battle Angel, el cine de Rodríguez demuestra una ambición nueva: contar una distopía que dialoga más con el cine clásico que con el contemporáneo. Ese gesto parece borrar de un plumazo el recuerdo de las Machete, las dos Sin City e incluso de Érase una vez en México, todos productos que cifraban sus propuestas en una lectura autorreferencial del pasado y de los géneros; todas películas que creían que, para comunicarse con el espectador, debían desmontar los mecanismos de la narración y exhibir el trabajo de sus formas. Battle Angel tiene un proyecto casi opuesto: hacer de la historia un espacio envolvente en el que el espectador pueda sumergirse y perderse.

Para eso, Rodríguez respeta al pie de la letra los mandatos de la ciencia-ficción. Pero ese respeto no supone (nunca lo hizo) estatismo o reverencia, sino la posibilidad de construir sobre lo erigido por películas, libros e historietas anteriores, y la oportunidad de hacerlo de manera placentera, buscando el gozo de la repetición, del trabajo con lo ya conocido. Así es que Battle Angel se ciñe a la fórmula del género: un extranjero llega a un mundo que desconoce (o no recuerda) y es recibido por un grupo de marginales de buen corazón que le explican su funcionamiento. El ascenso del héroe va de la mano con la revelación de un orden desigual en el que un puñado de poderosos somete a una mayoría empobrecida. La prueba final se desarrolla en un evento de gran magnitud en el que el protagonista derrota al villano o a sus esbirros ante la vista de todos y se gana el favor de los desposeídos.

Con esa secuencia elemental, Rodríguez inventa un mundo y unos personajes nuevos y conocidos a la vez. Todo parece diseñado con un cuidado increíble que abarca desde las cientos de piezas que componen las prótesis mecánicas que usan los personajes hasta cada uno de los rincones de Iron City. La ciudad en especial parece haber sido creada con un interés imposible de hallar en películas como Elysium o Distrito 9; para el director, un mundo corrompido y herrumbado exige una representación elegante, que encandile el ojo en vez de atacarlo. Iron City cruza con una belleza discreta el paisaje en descomposición de la ciencia-ficción con un estilo árabe (algo pocas veces visto, salvo tal vez por Thor: Ragnarok –pero allí la ciudad no era tan importante). La puesta le imprime al lugar el aire de un estudio, como si Rodríguez buscara reproducir el efecto de filmar en los sets de la era dorada de Hollywood, un arcaísmo encantador. Las últimas técnicas digitales, utilizadas siempre para incrementar la sensación de realismo, acá se vuelven un insumo nostálgico, la vía para recrear un cine olvidado.

Pero ese reenvío al pasado no impide aprovechar la potencia visual del presente. El amor de la película por su mundo y por sus criaturas se irradia a todas partes hasta derramarse en especial sobre los villanos. En la carrera final de motorball, la protagonista está en una pista rodeada de monstruos mecánicos que quieren asesinarla. El director consigue identificar a todos y conferirles una personalidad en apenas unos planos breves: cada uno supone una amenaza distinta y anuncia peligros diferentes. Una vez empezada la carrera, la acción es velocísima y complicada, pero la escena nunca se vuelve un amasijo de formas confusas, el combate es nítido y permite seguir los arabescos de la batalla. La claridad con la que la película logra mostrar las acrobacias de la protagonista y el intercambio de ataques es prodigiosa, el signo último de un cine que diseña sus imágenes con los cuidados de un artesano.