Alicia y el Alcalde

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

Preguntas que hacer a la política

La película del francés Nicolas Pariser pone en escena un diálogo de matices amables pero no menos complejos entre un alcalde sin ideas y una profesora de preguntas incómodas.

De manera clásica, por acorde con formas narrativas claras, legibles, Alicia y el Alcalde establece rápidamente a sus personajes y contexto. Luego del café hogareño, Alicia se dirige al Ayuntamiento de Lyon. Allí le espera el primer día de su trabajo, en un despacho vacío, sin claridad todavía sobre qué hacer. Sería algo así como una asesoría intelectual, una disparadora de pensamientos y reflexiones que ayuden al alcalde porque éste, así lo dirá él, se quedó sin “ideas”.

A partir de aquí, el vínculo, el conocimiento mutuo, entre este político añoso, de carrera sostenida y proyección presidencial, y una joven profesora de filosofía sin demasiada experiencia, que deja su lugar en Oxford por esta oportunidad (respectivamente interpretados por Fabrice Luchini y Anaïs Demoustier). De manera sencilla, sin estridencias, la relación surge complicada y avanza desde matices, gestos pequeños, algunas simpatías y discusiones. De manera genérica, lo que se perfila es también un diálogo entre el hombre de Estado y la mujer de las ideas, dos mundos que inevitablemente se tocan aun cuando requieran de esferas propias. ¿Qué relación hay, entonces, entre filosofía y política?

La relación está y desde siempre, es histórica y necesaria, y el film del francés Nicolas Pariser (éste es su segundo largometraje, ya tiene un tercero de pronto estreno: Le Parfum Vert, según parece con clima de misterio teatral y folletín) se anota un punto a favor al no dar ninguna lección sobre el asunto, mientras actualiza una discusión hoy un tanto relegada. No por la filosofía, está claro, pero sí por la política, cuya esfera (de políticos) parece autosuficiente por seducida –victoria de la derecha– ante eslóganes de creativos publicitarios y cerebritos del marketing (de allí esos libros de espanto, con títulos como “Maquiavelo para empresarios” y aplicaciones similares).

Théraneau, el alcalde en cuestión, se identifica con el socialismo y anda un tanto desconcertado. Como si el rumbo que antes parecía claro hoy estuviera ambivalente, confuso. Salir en auxilio de la filosofía oficia como una vuelta a las fuentes, a los textos, al pensar y, fundamental, a la lección platónica del diálogo. Esto, como se decía, no es algo que la película declame sino que lo pone en acción, a partir de los sucesivos encuentros entre alcalde y asesora –los dos andan desconcertados, ojo–, mientras ella se ve envuelta cada vez más en la telaraña y el laberinto de la función pública; en este sentido, sus elecciones, antes supeditadas al mundo intelectual, son ahora conmovidas, al tomar contacto con problemas que requieren de soluciones inmediatas. Entre uno y otra, entonces, se provoca una necesaria compensación, una afección mutua y benéfica.

Por un lado, entonces, la filosofía preocupada por la política; algo que de suyo propio la filosofía hace porque, sencillamente, debe. Por el otro, la política preocupada por la filosofía, algo las más de las veces ausente. Por todo esto, el planteo de Alicia y el Alcalde va más allá de la ciudad de Lyon que el film delinea, y toca a cualquiera otra a través de problemas, planteos, que son invariables y deben ser vueltos a revisar. Entre ellos y muy hábilmente, la película indaga –con sorna cuidada– en la “tormenta de ideas” que el departamento de comunicación debe afrontar tras declaraciones un tanto desafortunadas del alcalde sobre el tema ecología; declaraciones que dicho sea de paso se reducen al fragmento que la nota periodística en cuestión elige “resaltar”, y que sacan de contexto lo dicho. Una inmediatez de lectura (y de escritura) que tendrá que ser resuelta desde un “tweet”. En otras palabras, un procedimiento –como quiera que se lo mire– que niega la reflexión. Quienes se desempeñan en estos ámbitos, ¿reflexionan? Hay un diálogo allí que está muy bien, con enojos consecuentes.

Alicia, el personaje que llega para socorrer al alcalde.
De esta manera amable, nunca exaltada, el film de Pariser pone en escena cuestiones fácilmente asimilables, y desde un repertorio de palabras cuya aplicación política traspasa fronteras: la derecha, la izquierda, el socialismo, los impuestos, las corporaciones, los empresarios, el progreso. ¿Y qué es el progreso?, pregunta Alicia, palabra que el alcalde tanto utiliza, cuando el progreso, para la derecha, le recuerda ella, consiste en pagar (ellos, la derecha, y nadie más) menos impuestos.

Entre otras consideraciones, el nombre Alicia evidencia su función semántica, habida cuenta de su etimología, de origen griego y que significa “verdad”. No es que la Alicia de la película se crea poseedora de verdad alguna, pero sí pregunta y se pregunta. El camino que el film recorre será, por todo lo dicho, espejado, con revisiones y replanteos compartidos, en vistas a un desenlace que podría resultar un tanto abrupto pero de todos modos consecuente con el planteo primero: volver a las fuentes, a lo esencial.

Entre los nombres que circulan por el argumento (son pocos, y está bien que así sea, se trata de una película y no de una biblioteca) figuran Orwell, Rousseau, Melville. Filosofía y también literatura; de esta manera, el abanico se abre y el mismo cine, por ser el portavoz de este planteo, se suma al diálogo.