Alicia y el Alcalde

Crítica de Javier Mattio - La Voz del Interior

La fábula del poder

Como si de una fábula cotidiana se tratase, la intrépida Alicia (Anaïs Demoustier) se inmiscuye en las internas subterráneas del juego político en Alicia y el alcalde, segundo filme de Nicolas Pariser.

Intelectual de formación académica, Alicia consigue empleo como asistente ideológica del alcalde de Lyon, Paul Théraneau (Fabrice Luchini), cuyos colaboradores le trazan ambiguos límites desde un comienzo: su tarea detrás de escena consiste en “trabajar con ideas” y “tomar distancia”.

La reunión puertas adentro con el funcionario no resulta más apaciguadora: asustadizo y nervioso, Théraneau le refiere a Alicia su alejado pasado publicista cuando se le ocurrían decenas de ideas a diario. Y añade: “Una mañana me desperté y ya no tenía ideas”. “Ya no consigo pensar nada”, remata.

Hombre puro de acción, Théraneau ha sacrificado la vida privada para ejercer su cargo, que lo pasea sin respiro por ceremonias donde pronuncia vaguedades sobre socialismo, democracia y progreso. A Alicia le toca la compleja y ambigua tarea de conciliar ese pragmatismo rampante con citas de pensadores, pero más aún con la responsabilidad ética que le debe a su generación.

En una charla con su amigo Daniel (Antoine Reinartz), ella es tácitamente juzgada cuando él le dice que el antiextremismo de izquierda de George Orwell es usado como perversa legitimación conservadora: de manera sutil, la película sugiere que la inocente Alicia puede ser más opaca que Théraneau en su intermediación.

TERCERA AMBIENTALISTA EN DISCORDIA
La cuerda se tensa cuando aparece en escena la artista Delphine Bérard (Maud Wyler), teóricamente al día en cuestiones de ambientalismo planetario. Al término de una puesta de Wagner (allí donde arte y política se fusionan), Delphine encara a Théraneau para proponerle un tratado de paz con otras especies, advirtiéndole que en 50 años la humanidad habrá desaparecido.

Él, cómicamente desencajado y luego recompuesto (la política está hecha de gestos), le responde sonriente que el municipio trabaja en un proyecto de desarrollo sostenible. La respuesta no puede ser más frívola y demodé, pero Alicia prefiere ser testigo y mantener la distancia, acaso la tercera posición que Pariser asume como realizador.

“Siempre ha habido príncipes y filósofos”, le justifica una sofista Alicia a un amante que no entiende cómo ella puede trabajar en un ámbito viciado como el ayuntamiento.

Con ternura y sin cinismo a lo House of Cards, Alicia y el alcalde posee el mérito de invocar esa sociedad palaciega como el encuentro misterioso que subyace a toda fábula.