Algunos días sin música

Crítica de Santiago Berisso - EscribiendoCine

La familia que se elige

Tres chicos de diez años intentan encontrar la forma de ingresar a la casa de su maestra recientemente fallecida, para pedir perdón por haberla matado. Es que eso es lo que creen, por más que la realidad dice que ellos no hicieron nada. El mendocino Matías Rojo presenta Algunos días sin música (2013) su ópera prima, en la que unos días sin clase, por la muerte de su maestra, devienen en la curiosa y “ruburbana” –como dice el director– cosmovisión de tres amigos de la primaria.

Sebastián se muda junto con sus padres a las afueras de la ciudad de Mendoza. Un nuevo entorno, un desconocido comienzo de clases. Mientras canta el himno, conoce a Guzmán y Email. Simultáneamente, los tres deciden que si las maestras se murieran ahora, nada cambiaría. Así lo desean y el antojo es hecho. Su maestra de música cae al piso y muere. Por un tiempo indeterminado, las clases están suspendidas y ahora ellos, con todo el tiempo a su disposición comienzan a preguntarse si tuvieron que ver con la muerte. Con remordimiento, pero sin angustia, caminan por los calurosos suburbios en plena lucha con los impenetrables oídos de la adultez.

El trío protagónico conformado por los jóvenes intérpretes Jerónimo Escoriaza, Emilio Lacerna, Tomás Araya encarnando a Sebastián, Guzmán y Email, logra meterse en el bolsillo de hasta el más duro. Un chico que en todo momento cuenta lo que dicen las revistas científicas que lee, uno que está siempre vestido como karateca y el otro que no tiene problema en decirle “vieja loca” a la directora, en su cara. A través de sus honestos diálogos (y silencios) al caminar por las vías y las calles de tierra –la mayoría de ellas en la localidad de Luján de Cuyo– conocemos sus vidas, su desprejuiciada y entretenida manera toparse con la autoridad escolar, el seno familiar y el sexo opuesto. Vemos, en definitiva, la familia que han creado entre ellos, frente a la frustración que genera la de casa.

A medida que pasan los minutos, la puesta en escena se vuelve fundamental. No sólo se trata de increíbles imágenes bañadas del seco sol mendocino, sino que lo visual influye en la más profunda esencia de la narración. Historia y locación se transforman en una única cosa. Y la impronta de la película se perdería si ambos se entendieran divisibles. Con un pequeño cuento, nos vamos con la sensación de haber conocido el estilo de vida de toda una comunidad. También, la musicalización acompaña con guitarras introspectivas que guían los ánimos del film, con un tacto muy perspicaz.

En la vida, los golpes y sus misterios llegan cuando a ella se le ocurra. Tampoco existe la mejor forma de preguntarse por la muerte, reírse de algo, lidiar con el temor a crecer (físicamente, o sea el de los huesos) o transitar la culpa, por mucho que la busquemos. Porque la profundidad espiritual y la madurez mental –si es que existe– de las conversaciones humanas poco tienen que ver con la seriedad y no siempre crecen con la edad. Por eso, Algunos días sin música llega a la pantalla grande.