Algunas horas de primavera

Crítica de Fernando López - La Nación

Cuando Alain sale de la cárcel donde ha pasado los últimos dieciocho meses por causa de un asunto de contrabando de drogas en el que, como camionero, se vio involucrado, no tiene otro remedio que volver a la casa de su madre. Tanto para él, que a los 48 años tiene por delante un sombrío futuro de desempleo y soledad, como para la viuda Yvette, que por el regreso de ese hijo hosco y desaliñado experimenta un quiebre en su organizada rutina, se trata de una cohabitación forzosa que no hará sino que se renueven los viejos conflictos entre dos temperamentos parecidos. Quizá por eso nunca se han entendido: la dificultad de manifestar lo que sienten es la misma, como es la misma la obstinación con que parecen aferrarse a ese encierro emocional. También lo son los modos ásperos, las palabras tan duras como escasas y muchas veces agresivas, la nula voluntad (o la imposibilidad) de ensayar un acercamiento.

No se sabe de dónde viene tanto desapego, aunque en algún momento pueda presumirse que la memoria del padre muerto no es ajena a ese estado de cosas. Entre gente que se habla tan poco, todo se infiere de los gestos, de los movimientos, de las miradas, de las actitudes. Es el delicado terreno en el que Stéphane Brizé ( Une affaire d'amour ) se conduce con tanta autoridad como sutileza. Y es allí -en el examen de esta compleja relación madre-hijo- donde residen los mayores hallazgos de un film austero, duro, parco, riguroso, que evita siempre cualquier sentimentalismo o golpe bajo. Aun cuando la historia abre otra expectativa en la vida del hombre con la aparición luminosa de una mujer bonita, inteligente, ante la que él titubea porque aun no ha podido resolver sus propios conflictos personales. Y asimismo cuando se sabe que la enfermedad de la madre ha recrudecido, y que ella misma, mujer de carácter férreo más allá de su aparente fragilidad, ya ha decidido que no esperará el desenlace y ha concluido todas las gestiones para asegurarse un suicidio asistido en una clínica de Suiza.

La complejidad de la relación parece ahora pasar a un segundo plano, detrás del tratamiento detallista, casi documental (y casi didáctico) que Brizé aplica al describir el protocolo que se sigue en la clínica suiza y al que Yvette se someterá esta misma primavera. Si no hay aquí un brusco quiebre en el relato es porque la tensión sigue estando en la posibilidad de que alguno de los dos, o ambos, ante la inminencia del final -del que jamás hablan- intenten decir las palabras que hasta entonces han reprimido (o que sepan traducirlas en un mínimo gesto) y que la discordia se disuelva antes de que sea demasiado tarde. Muy sutilmente se desliza bajo la aparente frialdad cierto indicio de antigua y acallada ternura.

Riquísima en matices, la puesta del director francés -que tiene en la luz de Antoine Héberlé y la música de Nick Cave valiosos aliados- sólo es posible porque cuenta con la infinita expresividad de Vincent Lindon y de Hélène Vincent, dos actores capaces de hacer perceptible con mínimos recursos cada oscilación de su turbulenta intimidad.