Algo con una mujer

Crítica de Guillermo Colantonio - CineramaPlus+

Estamos en 1955, “tiempos difíciles para ser creyente y peronista” dice Paulino, el marido de Rosa, que anda a tientas por la ciudad a sabiendas de que la mano viene pesada. Mientras tanto, mientras espera, Rosa se consagra a los vestidos, a elegir la ropa para su esposo y a mirar películas en el cine. En esta descripción aparece condensada la operatoria principal del filme, que utiliza un trasfondo histórico para construir un relato atravesado con los elementos del noir. Y el hecho de que lo político esté concebido dentro de los códigos genéricos la emparienta con La larga noche de Francisco Sanctis (Francisco Márquez y Andrea Testa, 2016), otra historia de secretos guardados y presiones donde el afuera devenía en pesadilla.

El comienzo nos presenta a la protagonista declarando en una dependencia policial. Le preguntan por una discusión, dice que no fue así y se activa el relato en un largo flashback. Su respuesta da cuenta de que Rosa ve las cosas de otra manera. Es decir, mira y habla a través de las películas que ve y que conforman su propio mundo (al igual que la moda). Es su forma de armar una fábula, una vía de escape ante una rutina en la que es sometida a esperar, a no dar explicaciones, a tener una vida programada mientras su marido se mueve misteriosamente como un gato. Por un lado, la casa como guarida, con sus colores, sus objetos y las estampas de Eva y Perón (próximas a ser bajadas por precaución), un espacio donde se cocina (con los colores y las formas del melodrama) el deseo de Rosa a partir de espiar a los vecinos y de adivinar movimientos sigilosos. Por otro, el afuera, con la opresión de los rumores, los que miran, los que fichan y los que deben esconderse. En el medio entre esos dos espacios, Rosa idealiza a su marido, lo viste como los personajes que ve en pantalla y adopta el rol de la mujer de algún detective suelto por ahí. Una escena en particular es significativa, cuando le toca presenciar un crimen, un homenaje (como otros que se alternan) exacerbado a La ventana indiscreta (Alfred Hitchcock, 1954). Rosa espía los movimientos de un vecino (y cómplice de su marido) llamado Vargas en el preciso momento en que asesina a un hombre. Lo interesante es que la forma en que está filmado ese momento nos pone desde el punto de vista de una mujer que mira lo que ocurre como si fuera una película de las que es habitué. Entonces (como en Hitchcock) el asesino le devuelve la mirada. Allí se abre otra arista interesante, el poder de fascinación/deseo que se activa en Rosa por ese tipo que suplirá a su marido cuando esté ausente, y que tendrá consecuencias fatales hacia el final, donde un baño de realidad romperá la pared que ha levantado la imaginación de Rosa. Mientras tanto, la duda se instala en el relato: ¿Rosa espía a Vargas para dilucidar la verdad del asunto o porque le calienta?

Otra cuestión es cómo se trabaja el contexto. Los realizadores parecen tener en claro que no se trata de una película de época, ni que el discurso se imponga sobre el trabajo genérico. Y está bien que así sea si no hay nada nuevo que aportar a un episodio dramático de nuestra historia del cual libros y otros filmes han abordado. El peso del marco histórico está apenas esbozado explícitamente al comienzo con un breve epígrafe y algunas imágenes documentales que se alternan con los créditos de apertura. Durante el resto la historia, los indicios serán afiches, pintadas y registros radiofónicos. En el modo en que se arma la reconstrucción (más cercana a la obviedad que a otra cosa) queda en evidencia que es más relevante para la mirada de los directores un bolero bailado en el interior de la casa (melodrama), unos tipos asediando a otros con sus trajes y sus autos (cine negro) y un orden perteneciente a los secretos, que pesan y mucho. Además, no deja de cobrar especial relevancia el juego con las versiones a partir de relatos diferidos que ya aparecen desde el comienzo con el testimonio distorsionado de Rosa, que se reforzará luego con el de Mecha, su amiga, a partir de lo que escucha de Rosa. Como en los policiales, ella también debe deshacerse de un cadáver, el de su conciencia, el del peso del deseo y el de la infidelidad, y la única forma posible es sacarlo a Vargas, el vecino que vive al otro lado del patio. Mientras todo esto sucede en una dimensión más asociada con la interioridad de Rosa y sus ilusiones, en el afuera ocurren cosas también dramáticas. Dirá Paulino “nos están sacando a patadas”.

La sombra de las dudas persiste incluso en el final con una imagen bastante sugerente de alguien que dramáticamente había confesado antes que sin su marido se moría, y que ahora se aferra a un colchón lleno de guita. Estamos en el terreno de la filosofía nihilista del noir.

Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant