Alcarràs

Crítica de Pablo O. Scholz - Clarín

Aquello de pinta tu aldea y pintarás el mundo pudo haber sido dicho por León Tolstoi, pero la catalana Carla Simón apela en Alcarràs al relato coral familiar para contar un drama social bien profundo.

En la primera escena de la película, los chicos más pequeños están jugando en un auto abandonado, en medio del campo. Y pronto verán cómo alguien, montado a una grúa, les arrebatará su "juguete", allí, en plena huerta. Es el primero de muchos porrazos que se pegará, de allí en más, la familia Solé.

Ambientada en esa localidad de Cataluña, los Solé vienen cultivando la tierra desde hace 80 años. Básicamente, duraznos. El presente no es auspicioso: les pagan centavos de euros por su mercancía, pero lo que es peor, al morir el dueño de la finca, el heredero decide vender esos terrenos.

Y como Rogelio (Josep Abad), el pater familiae, no tiene ni un solo papel que testimonie que esas tierras son suyas, están a punto de perderlo todo.

Simón, quien obtuvo el Oso de Oro a la mejor película en el Festival de Cine de Berlín el año pasado, como decíamos al comienzo, se preocupa por retratar lo personal de cada integrante de la familia para saltar a lo colectivo.

Muestra a los Solé, con el obstinado Quimet (Jordi Pujol Dolcet) a la cabeza, en sus tareas cotidianas. El riego, la cosecha, las comidas grupales, la mesa grande cuando llegan hermanos, los juegos imaginarios de los chicos, las fiestas en el pueblo, las salidas nocturnas de los hijos adolescentes...

Y, también, las rispideces originadas por el hecho que precipitará la última cosecha. No todos ven las cosas de la misma manera que Quimet, ni los mayores ni sus hijos adolescentes. Cuando llegue el final del verano, deberán marcharse.

Sensibilidad
Simón retrata lo personal para transformarlo en colectivo. Utiliza mucha cámara en mano y no le tiene miedo a mostrar la sensibilidad, a veces exacerbada, de sus protagonistas.

Por supuesto que hay mucho de Neorrealismo en el filme, y un apego a las tradiciones y costumbres bien arraigado.

La película está inspirada en la familia de la propia guionista y directora. Y Alcarràs sigue a la que fue su opera prima, igualmente autobiográfica, Verano 1993.

Si se enfrentan al desalojo es porque el abuelo, un tipo afable, querendón con sus nietos -como la directora se preocupa por mostrar cada vez que Rogelio aparece en la pantalla- nunca se quejó de los terratenientes, tanto como nunca obtuvo un contrato firmado.

El hecho de que los dueños de la tierra hayan sido protegidos por los Solé cuando los fascistas los perseguían no modifica el presente. Eran épocas en las que un apretón de manos bastaba. Ahora los propietarios planean talar los árboles frutales e instalar paneles solares.

Modernidad y tradición, solidaridad y despreocupación en medio del capitalismo, Alcarràs conmueve en buena ley.