Alamar

Crítica de Fernando G. Varea - Espacio Cine

La naturaleza del amor

La conocida teoría que sostiene que en los primeros minutos de una película deben quedar presentados los personajes principales y el conflicto se cumple rigurosamente en Alamar: una serie de fotografías y filmaciones caseras cuentan, rápidamente, la historia de amor entre un joven de origen maya y una muchacha italiana, el nacimiento de su hijo Natan y la posterior separación de la pareja. Pero estos hechos, que cualquier film se delectaría en desarrollar, aquí son sólo el prólogo. Lo importante será el tiempo compartido por Natan, a sus 5 años, con su padre y su abuelo, durante un viaje a tierra mexicana, sabiendo que finalmente residirá en el país de su mamá.
El traslado al Banco Chinchorro (una maravillosa reserva de arrecifes de coral en la Península de Yucatán) conlleva otra aventura igualmente generosa en sensaciones, la de internarse en un espacio más íntimo que geográfico. De hecho, el buceo en el mar de Natan junto a su papá parece denotar el avance hacia el fondo de los afectos, la inmersión en otras profundidades.
Nueva prueba de la manera con la que el cine contemporáneo disgrega barreras entre documental y ficción, Alamar (ganadora en la competencia internacional del BAFICI 2010 y premiada en los festivales de Rotterdam, Toulouse y San Sebastián) registra tanto el fascinante ámbito natural que exhibe esta reserva natural en el sudeste de México como los gestos y detalles que conforman la delicada pero fuerte comunión niño-padre, como si una clase de geografía o de biología se fusionara con los elementos arquetípicos de un pudoroso melodrama.
Hay algo de libertario en la propuesta de Pedro González Rubio (1976, Bruselas, Bélgica): la calma con la que el padre cuida de su hijo, la relación de igual a igual con los animales (incluyendo a Blanquita, una garza blanca que Natán adopta fugazmente como una suerte de mascota), la manera de procurarse comida y sostén prescindiendo de las comodidades, la forma con la que la naturaleza –imponente pero nunca amenazante– se integra a la vida cotidiana, le imprimen a Alamar reminiscencias del hippismo y ecos ecologistas. Esto no significa que se trate de una celebración de la indolencia; por el contrario, los personajes trabajan permanentemente (pintan, serruchan, martillan, nadan, pescan), aprendiendo a subsistir afrontando los problemas de distinto tipo que se les presentan, desde perderle el miedo a un cocodrilo hasta resistir la emoción de una despedida.
Si cierta atemporalidad y el protagonismo de Natan, con toda su inocencia y su alegría a cuestas, le dan a Alamar apariencia de cuento, al mismo tiempo sus piezas se despliegan con la soltura de una poesía. Con el acompañamiento de la bella música de Diego Benlliure, el film fluye liviano, luminoso y sin solemnidades, como lo manifiesta, incluso, su simpático final.