Akelarre

Crítica de Diego Brodersen - Página 12

"Akelarre": mujeres peligrosas

Si bien la nueva película del director "Eva no duerme" transcurre durante la Inquisición española, las resonancias de la violencia hacia las protagonistas llegan hasta el presente y resultan universales.

En los intertítulos introductorios de Häxan (1922), la obra maestra del danés Benjamin Christensen, el realizador afirma que “cuando el hombre primitivo se encontraba ante algo incomprensible la explicación que le daba estaba siempre ligada a la hechicería”. Cerca del final de ese verdadero ensayo cinematográfico sobre la cacería de brujas durante los años duros de la Inquisición –tanto la católica como la protestante– el autor reflexiona sobre su presente de hace casi un siglo y concluye que “ya no quemamos a las viejas y pobres y la bruja ya no vuela con su escoba sobre los tejados. ¿Pero no sobresale aún la superstición entre nosotros?”. Algo similar podría decir el argentino Pablo Agüero (Eva no duerme, 77 Doronship), cuyo largometraje más reciente, una coproducción entre España, Francia y Argentina rodada en su totalidad en el País Vasco, tuvo su origen en la lectura del libro La bruja, del historiador Jules Michelet, según afirma en la entrevista publicada ayer por Página/12. Porque si bien Akelarre, que acaba de ganar cinco premios Goya, transcurre a comienzos del siglo XVII en el noreste del territorio español, las resonancias de la violencia hacia las protagonistas, víctimas de una acusación formal de hechicería, llegan hasta el presente sin los disfraces demoníacos y resultan absolutamente universales.

Alejada del terror fantástico con brujas “reales” y cerca del retrato realista de un método de persecución y genocidio santificado por la religión y los estados –aunque sin los vericuetos del cine popular y de género de Cuando arden las brujas, de Michael Reeves, o la violencia exploitation de Mark of the Devil, de Michael Armstrong–, Akelarre describe en el dúo de sacerdotes interpretados por Alex Brendemühl y Daniel Fanego, el inquisidor y su mano derecha, a las dos caras de una misma moneda. Mientras el primero cree en la presencia literal del Diablo en la Tierra, como así también en las prácticas abominables de las hechiceras durante los sabbat, el segundo intuye que todo puede ser una especie de sueño, una superstición basada en miedos atávicos y transformada en realidad a fuerza de repetición. Ambos, sin embargo, cumplen a rajatabla con la función delegada por la corona española: perseguir, interrogar y, eventualmente, ejecutar a las mujeres condenadas. Que en el caso del film de Agüero no son otras que un grupo de adolescentes tan inocentes como tentadoras (en más de un sentido) ante los ojos de los sacerdotes. La acusación, desde luego, es de lo más disparatada, aunque absolutamente creíble en tiempos de cazadores de brujas: ¿qué otra cosa podían estar haciendo esas chicas en medio del bosque, bailando y cantando desenfrenadamente, escondidas de los mayores y de cualquier voz de la razón, si no invocando al mismísimo Lucifer?

Hablada en español y vasco (idioma perseguido por distintos ismos a la largo de la historia, incluido el franquismo), Akelarre despliega su relato a partir de un trabajo de fotografía en el cual se destacan sin demasiado esfuerzo los claroscuros. Es evidente el interés del realizador por esa filiación pictórica, aunque por momentos el preciosismo creado al milímetro parece estar a punto de sabotear las aristas más brutales de la historia, signada por los fluidos, los gritos y la más flagrante injusticia. Afortunadamente ello no ocurre y, a medida que el calvario de Ana (Amaina Aberastur) y sus amigas –que además del encierro incluye torturas psicológicas y físicas– comienza a transmutar en una manipulación inversa, una suerte de justicia poética que mira el final con un semblante diferente a la derrota, la película alcanza sus momentos dramáticamente más potentes. Si el baile de una mujer es lo más peligroso que hay sobre la tierra, habrá que seguir bailando. Incluso después de que las llamas se extingan.