Ajami

Crítica de Laura Osti - El Litoral

Ni buenos ni malos, personas en conflicto

“Para los palestinos, la creación del Estado de Israel fue un desastre. Para los judíos, una salvación”, explica en una entrevista el israelí Yaron Shani, coguionista y codirector con el árabe Scandar Copti de la película “Ajami”, un drama que transcurre en un conflictivo barrio de Jaffa.

El film, si bien es una ficción, tiene características compatibles con un documental, dado que los escenarios son los propios de la barriada mencionada y los actores son no profesionales, habitantes de ese lugar, quienes prácticamente hablan de ellos mismos, se muestran como son. Por lo tanto, “Ajami” ofrece una mirada bastante fiel y cercana sobre las condiciones en que transcurren las vidas de familias judías, musulmanas y cristianas en uno de los lugares más turbulentos del planeta.

Cada grupo humano, diferenciado fundamentalmente por sus creencias religiosas, está obligado a interactuar con los otros en un territorio que no se caracteriza por su generosidad natural y que de alguna manera impone condiciones violentas e inestables para todos.

Basta un entredicho, un encontronazo cualquiera entre personas de distintos sectores para que se desencadene una reacción en cadena de hechos virulentos, en donde las agresiones mutuas entre bandos enfrentados provocan casi siempre derramamiento de sangre, muertos y heridos, que van dejando huellas y marcas difíciles de sobrellevar.

Se trata de la ópera prima de Copti y Shani, quienes con cámara en mano, improvisación y audacia, se adentran en esa maraña compleja donde se entrecruzan cuestiones religiosas con conductas tribales, el problema de la falta de trabajo, las fronteras más o menos sutiles pero siempre peligrosas, el crimen y el narcotráfico. Un escenario donde pese a todo aflora el amor a cada paso, aunque eso también puede ser la chispa que desencadene una tragedia si las personas que se aman pertenecen a bandos diferentes.

“Ajami” narra varias historias que se entrelazan de manera no cronológica y como un mosaico ofrece distintos puntos de vista de los mismos sucesos en los que todos los personajes se ven involucrados de algún modo. Cada grupo familiar, con sus problemas de subsistencia, de salud y también de códigos, es protagonista a su manera de cada circunstancia que trasciende los límites de la intimidad. Todos están atravesados por la amenaza constante que implica esa coexistencia territorial entre grupos humanos que piensan y viven de manera diferente y donde es difícil encontrar un orden y una ley que conforme a todos.

Imposible tomar partido por unos u otros. Los hechos que se narran son tan dolorosos y tan humanos que los personajes despiertan en el espectador una compasión indiscriminada.

Ninguno merece de modo absoluto ni la condena total ni el perdón total. Y como corolario, queda la sensación amarga de que ese lugar del mundo no conoce, no digamos la paz (lo que es obvio), no conoce la alegría, la gracia de vivir.

¿Duro? Sí, el film de estos jóvenes realizadores exhuma dureza, amargura, angustia, desconsuelo, impotencia también. ¿Desesperanza?, ellos dicen que no, que contar lo que pasa es una manera de exorcizar la tragedia y quizás contribuir a una toma de conciencia que tal vez permita algún cambio positivo.

De cualquier manera, se trata de un trabajo digno, serio, profundo y muy conmovedor, que a nadie puede dejar indiferente.