Agora

Crítica de Martín Iparraguirre - La mirada encendida

Cine y espectáculo

La ciudad viene teniendo un cierre de año que no le hace honor a este 2010 sorprendente, que estuvo lleno de buen cine de diferentes latitudes del mundo, pero que en sus últimos días se encuentra dominado por la impertérrita hegemonía norteamericana. Puede ser todo un dato que la única película no estadounidense estrenada el fin de semana en los grandes complejos de la ciudad sea el mejor testimonio del colonialismo cultural en que vivimos: producida por España, Agora es curiosamente un filme hablado en inglés a pesar de que transcurre en los inicios del siglo V en Egipto, más precisamente en la legendaria Alejandría. No se trata por supuesto del único desliz que se permite el director Alejandro Amenábar (Tesis, Abre los ojos), que en algún momento fuera gran promesa de la cinematografía ibérica, hoy definitivamente trunca, pero resulta suficientemente ilustrativa de la situación en que se desarrolla el séptimo arte en casi todas las latitudes, Córdoba incluida.

Agora puede ser también buen ejemplo de cómo la fórmula, o quizás los lineamientos impuestos por los cánones hollywoodenses, pueden truncar un tema fértil, una historia apasionante, que parece nacida para el cinematógrafo (que el autor de esta columna considera como uno de los ámbitos naturales de la filosofía). Su protagonista es nada menos que Hipacia de Alejandría (cuyo nombre aparece mal traducido aquí como Hipatia), destacada filósofa y maestra neoplatónica griega, conocida por ser la primera matemática y astrónoma de la historia, y cuya vida terminaría cegada por el cristianismo en ascenso en los inicios del siglo V, en medio de fuertes disputas con el judaísmo y el paganismo. La versión Amenábar de su vida pretende emular a los viejos “péplums” norteamericanos e italianos, aquellas películas de grandes producciones y enormes aspiraciones que intentaban narrar las gestas bíblicas, casi siempre apelando a un tono idílico y romántico (caso Ben-Hur, Espartaco, Rey David), y que supo resucitar a inicios del siglo de la mano de Gladiador. Y quizás el gran defecto de Amenábar sea precisamente el haberles sido demasiado fiel a ésos modelos, apostando al artificio y la espectacularización de la historia, pero clausurando así las posibilidades mismas del cine: su capacidad mágica para recrear la experiencia vital de otros tiempos y de otras culturas. Ya el primer plano del filme parece revelar el ego del director: la tierra entera aparece encuadrada en él, mientras se nos introduce al tiempo histórico que veremos, y a la figura que abordará. Hipacia (o Hipatia, como prefiera, interpretada por Rachel Weisz), es una joven y bella filósofa muy respetada en su comunidad y por sus alumnos, en la agitada Alejandría de fines del siglo IV, donde conviven el paganismo, el cristianismo en ascenso y el judaísmo, bajo la égida del imperio romano. Tiene una obsesión: develar los misterios de los astros, en especial el movimiento de los planetas (una de las “licencias” de Amenábar consiste en postularla como la descubridora del sistema heliocéntrico, ¡1.200 años antes que el verdadero, Johannes Kepler!), e intenta mantener a sus alumnos al margen de las disputas políticas y religiosas. Su padre, el filósofo y matemático Teón, es el prefecto del lugar, y debe lidiar diariamente con aquellas tensiones, que por supuesto no tardarán en llegar a la violencia extrema, y en un estallido terminará por acabar con el reinado pagano. Amenábar no se priva tampoco de introducir una disputa amorosa por Hipacia entre Orestes, su discípulo y futuro prefecto, y un esclavo de ella, Davo, que terminará revistando en las filas cristianas: la lucha entre oscurantismo y razón terminará reducida así a un triángulo insulso, aunque el enemigo mayor de Hipacia terminará siendo Cirilo, líder despiadado de los católicos.

Las licencias que se toma Amenábar (que son muchas y nada menores por cierto) no serían importantes si no revelaran el espíritu que mueve a la película: hacer de todo un gran espectáculo, pretender contar un momento trascendental para la historia de la humanidad, que por supuesto tiene su pertinencia contemporánea (las analogías con nuestro tiempo no parecen casualidad). Poco importa en realidad la relación entre la fe y la razón, a pesar de que el filme parezca destilar una mirada atea (o humanista): el plano cenital que abre la película volverá cíclicamente cada vez que haya un enfrentamiento, emulando la mirada de Dios. Tampoco cuenta la fidelidad histórica (a pesar de la gran reconstrucción de escenarios, vestimenta y arquitectura), pues la caricaturización y la manipulación son regla, y así los creyentes aparecerán siempre como una horda de bestias, en especial los cristianos (quizás la única particularidad del filme consista en mostrarlos como victimarios); como menos aún interesa el realismo dramático, roto cada dos por tres por una banda de sonido omnipresente, o por planos que se van más allá de la tierra pero donde se siguen escuchando los sonidos de los protagonistas. Sí resulta claro que Amenábar quiere condenar los fanatismos religiosos, pero curiosamente utilizará sus mismos instrumentos para hacerlo (manipulación, distorsión, espectacularización), y el resultado será un filme más digno de la televisión, a pesar de sus 75 millones de dólares de costo, de sus grandes escenas de masas, de sus efectos digitales y de sus precarios debates filosóficos.

Por M.I.